LOS LUGARES MARCADOS

Vino y verdad

Que el vino es amigo de la verdad, elixir que pone al descubierto las intenciones secretas y los deseos más celosamente guardados, ya lo decían los juiciosos romanos con una máxima latina al efecto: in vino, veritas. Nosotros no hacemos sino corroborarlo cada día, con cada copa y con cada vaso.

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Desde su redondo nacimiento, enclaustrado aún en la perfección acuosa del grano de uva, el vino está reclamando su condición de elemento misterioso. Es difícil adivinar que en el corazón de la fruta azucarada e inofensiva se encierra el jugo chispeante, revelador, del vino. Y, sin embargo, está ahí agazapado. Reclama el intermedio del hombre, su constancia y su cuidado, le pide sus pies, sus manos y su boca para desvelarse, pero ahí está desde el principio. La vendimia, la pisa, las labores de trasiego, de selección, de maduración, el sueño de unos meses o unos años en el templo de la bodega, son tan sólo los escalones iniciáticos que ha de subir hasta su verdadero ser, hasta su desenlace y su consumación. Y el hombre, a su lado, sigue sorprendiéndose y admirándose de la transmutación. De la uva, al vino. Del jugo frutal a la pócima sobrenatural. De ahí a lo de la sangre de Cristo -y perdónenme la irreverencia-, no había más que un paso

El amor y la muerte (las ceremonias más humanas) precisan del vino. Ni uno ni otra saben mentir; ni al uno ni a la otra se les puede evitar. Es lógico que el vino, amigo de la verdad, los acompañe. El brindis de los enamorados y el de despedida por el camarada que perdemos han de hacerse con vino, bebedizo milagroso que nos vuelve locuaces y sinceros. Las declaraciones más arrebatadas y las elegías más dolientes surgen tras la primera copa.

Brindemos, entonces, que septiembre invita. Verdad verdadera.