DEL PUENTE A LA ALAMEDA

Tercer aniversario del fallecimiento de Mariano Peñalver

La calidad y la cantidad de vida, como tú sabes muy bien -querido amigo Mariano- dependen en gran medida de la calidad y de la cantidad de nuestros recuerdos vitales. Ya sé que otros recordarán sonados éxitos profesionales, astronómicas ganancias económicas, objetos lujosos que cuestan más de lo que valen o, quizás, fiestas suntuosas y triunfos deportivos; yo, sin embargo, disfruto más con esos momentos de grata y sabrosa conversación que he mantenido con mi mujer, con mis hijos y con aquellos amigos que, como tú, me habéis colmado minutos imperecederos. Recuerdo cómo tú, tras escuchar nuestras palabras, nos las devolvías matizadas y multiplicadas.

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Hace un rato, por ejemplo, me entretenía con aquella conversación en la que comentábamos cómo este ejercicio de la escritura periodística nos obliga, no sólo a ser breves, sino también a salir de nuestro microespacio para meternos en esa realidad, amplia y compleja que, en gran medida, influye en el rumbo de esa barca que nos lleva a todos por las aguas cambiantes de la vida. Efectivamente -querido amigo-, no tenemos más remedio que asistir al baile y, en la medida de lo posible, hemos de sintonizar con sus ritmos aunque cada uno tenga su propia voz e interprete su peculiar melodía.

Y es que, como ha ocurrido desde los tiempos clásicos, los filósofos elaboran sus pensamientos andando por las calles y por las plazas, o -como me recordó Marie Paule- tomando tapas, charlando, asombrándose con los paisajes, escuchando música y disfrutando de los sentimientos espontáneos que experimentamos en las conversaciones informales. Lento aprendizaje éste de la aceptación de lo distinto a uno mismo, de la renuncia a una representación única de la realidad. Quizás por eso tú me aconsejabas que, para pensar, para conversar y para escribir algo interesante, me esforzara por obtener un conocimiento directo, físico, emotivo, auditivo y sin filtros de los minúsculos episodios de cada día.

Para tu tranquilidad -querido Mariano- te aseguro que, durante estos tres años, me he esforzado para, poco a poco, ir destruyendo esas fronteras que, sin mala intención, levantamos entre la actividad académica y la vida que hacemos en nuestros hogares y en nuestras plazas y calles. Créeme si te aseguro que uno de los temas preferidos en mis charlas con los amigos actuales es precisamente ese riesgo permanente en el que caemos los universitarios de amustiar el sentimiento espontáneo de la única vida que vivimos. Te doy nuevamente las gracias por la insistencia con la que me repetiste que no existe filosofía posible sin experiencia vivida ni al margen de la relación con los otros seres humanos: que «el filósofo no puede estar solo, sino que tiene la obligación profesional de salir al encuentro con la gente para preguntar, escuchar y, después, hablar o, quizás, callar». Te aseguro que, en mis textos escritos y en mis charlas, me esfuerzo por revelar esa realidad enmascarada que vemos y también la que no vemos: la realidad de la vigilia y del sueño, que, como sabes, es una realidad mentida, y a veces mentirosa, pero que también es capaz de desvelar otras verdades desconocidas o raras veces escuchadas.

A los que me preguntan dónde está ahora Mariano, les suelo responder que, sin duda alguna, perdura en la memoria y en el cariño de su mujer, de sus hijos, de sus nietos y de sus amigos, y, también, en las obras admirables que nos ha dejado: rota la crisálida de sus restos, se halla vivo, nuevo y palpitante, más allá de la muerte; por eso lo lloramos y nos felicitamos.