TUMBAS. La presencia de los cementerios es una constante en toda la capital bosnia. / E. V.
MUNDO

Viaje a las raíces de la guerra

La capital de Bosnia-Herzegovina supera pausadamente sus fantasmas, los mismos que atraen a unos viajeros que buscan respuestas a los porqués de la barbarie

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Esto es Sarajevo y aquí hay tumbas por todas partes». Sin pedirle explicaciones, la dueña de la pensión se justifica tras intuir una extraña mirada por las vistas de la habitación compartida con otros mochileros: un cementerio. Son lápidas de la guerra, las del asedio al que sometió el criminal de guerra Radovan Karadzic a los habitantes de una población multiétnica que apenas ocho años antes celebraba unos Juegos Olímpicos de Invierno. Katic Stanic, Sara Handzic, Nikola Andric... anónimos con una fecha de defunción entre 1992 y 1995. Así hasta unas 11.000 personas.

Mal comienzo para un reportaje de viajes y una pensión. Sí, pero los fantasmas todavía permanecen en la ciudad. Precisamente son los mismos que atraen a miles de viajeros -en su mayoría jóvenes mochileros, ex soldados o ex trabajadores de algún organismo internacional- a «Sarayjedive», nombre que le otorgaron los otomanos en 1461 para referirse al «Palacio del gobernador».

Sunin Lagoindzja, de origen musulmán pero con familia croata católica, ejerce de anfitrión. Desde hace tres años trabaja en la agencia turística Ljubicica que ofrece una visita a los lugares de la guerra. «Los turistas vienen atraídos por el Sarajevo cruce de caminos pero sobre todo por el Sarajevo de la guerra». Ambos confluyen en una ciudad donde la vida nocturna nada tiene que envidiar a la española y donde algunos edificios todavía soportan marcas de morteros y balas.

«Enjoy Sarajevo», describe un cartel parodiando el famoso lema del refresco. «Los jóvenes disfrutamos de la noche», dice Sunin, que recuerda que en pleno asedio serbio se celebraron concursos de bellezas, conciertos o festivales de cine. «Había que sentirse vivo». Las discotecas y la estridente música bosnia amenizan la noche.

Amanece y la llamada a la oración en la mezquita Bascharshija se confunde con el repicar de campanas de iglesias católicas y ortodoxas. Nuestra primera cita con la «Visita de la guerra» es la otrora Biblioteca Nacional, objetivo deliberado de las milicias serbias porque en su interior albergaba dos millones de documentos testigos de una Historia común. El 26 de agosto de 1992 fue arrasada.

Hoy está siendo reconstruida, en parte con fondos españoles, para albergar el nuevo ayuntamiento de la ciudad. Aunque su acceso al interior no está permitido, los curiosos merodean alrededor tomando instantáneas de un edificio-símbolo construido durante el Imperio austro-húngaro.

A escasos cien metros, siguiendo el río Miljacka, se encuentra el puente Latino desde donde Gavrilo Princip disparó al archiduque Francisco Fernando y su esposa desencadenando la I Guerra Mundial. Otra placa y un museo dan fe del acontecimiento que cambió el devenir de unos territorios que se convertirían en Yugoslavia.

En el mismo casco antiguo de Bascharshija -vendedores de alfombras, tiendas de souvenirs, cafés y restaurantes «cevapcici» se entremezclan-, una exposición fotográfica interrumpe el paseo. De nuevo los fantasmas. El fotógrafo Zijah Gafic nos muestra lo vomitivo de la guerra en «Troubled Islam?» («¿Problemático Islam?»): Srbrenica, Mostar, Sarajevo, ataúdes, esqueletos...

Choque cultural

En Bosnia, un país dividido en una administración serbia y otra musulmano-croata, los fieles del Corán representan el 40 por ciento, aunque el velo al uso (y todas sus variedades) no esté muy de moda. «Aquí tenemos un islam sui generis, aunque cada vez hay sectores más conservadores».

Nuestra ruta de la guerra nos lleva hacia otro camposanto. El estadio Kosevo, símbolo de las Olimpiadas de 1984, y utilizado durante el asedio para enterrar los cadáveres. Hoy está rodeado por un impresionante cementerio de mármol. Fue en este estadio donde hace ocho años el Papa Juan Pablo II hizo un llamamiento a la paz y donde U2 celebró un macroconcierto en 1997.

La banda irlandesa rinde memoria a la ciudad en «Miss Sarajevo», canción que inmortalizaría junto a Luciano Pavarotti el concurso de belleza de 1993 en el que unas jóvenes hacían un sencillo llamamiento a la impasible comunidad internacional: «No dejéis que nos maten». De nuevo el frío mármol, una atmósfera gris, las montañas, la humedad y la lluvia sobrecogen al viajero. Demasiados porqués.

La ruta de la guerra prosigue ahora por el bulevar Mese Selimovica, más conocida como la «Sniper Alley» o «Avenida de los Francotiradores» que conecta la parte antigua de la ciudad con la más industrial y de arquitectura socialista, cuyos altos edificios sirvieron de cobijo a los francotiradores. Unas 225 personas murieron por disparos de francotiradores, 60 de ellos eran niños. Rosas pintadas en las aceras y placas rinden tributo a las víctimas.

Como parte del escenario, en la «Avenida de los Francotiradores» encontramos el Museo de Historia, centrado en los horrores del asedio. Como fuera de lugar, aparece el amarillo-anaranjado hotel Holiday Inn que albergó a la prensa internacional durante la guerra. Sometido a un «lifting» tras la misma.

Un cóctel de la casa ameniza la explicación de Sunin: «Desde aquí se iniciaron los primeros disparos». Tímidamente llegan turistas al recibidor: «Estos no son mochileros pero también buscan respuestas». En Sarajevo todavía se encuentran con muchos cristales rotos.