TRIBUNA

El Derecho y la beneficencia

El trecho que va desde el Derecho subjetivo a la beneficencia puede ser infinito o acercarse de tal forma que confundamos los límites, máxime cuando el Estado inculca en los ciudadanos unos logros que se desvanecen por impericia de nuestros gobernantes a las primeras de cambio.

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El Derecho subjetivo implica la posibilidad de exigir como propios, dentro de los límites señalados por la norma jurídica y con las debidas garantías, una prestación o un acto. Es el caso de la Ley de la Dependencia que configura un derecho subjetivo que se fundamenta en los principios de universalidad, equidad y accesibilidad, desarrollando un modelo de atención integral al ciudadano, al que se reconoce como beneficiario. Hemos pasado en materia de asistencia social de la mera liberalidad en la que se fundamentaba la beneficencia, consistente ésta en el auxilio que un ciudadano debe esperar de la comunidad en la que vive ante situaciones de necesidad y que rebasan sus posibilidades de previsión. Entendida como «ayuda graciosa y discrecional» al ciudadano necesitado que efectivamente demostrara serlo.

Los dos conceptos están en las antípodas sí responden a los principios y requisitos en los que se fundamentan, o pueden llegar a encontrarse sobre todo cuando falla por inconsistente el mecanismo de la financiación, que imposibilita hacer realidad la cobertura de situaciones previstas en la norma y de la que nacen los correspondientes derechos subjetivos de los ciudadanos. Sí la financiación necesaria para hacer realidad la norma se malogra por deficitaria, y los derechos de los ciudadanos no se puedan hacer realidad si no es agotando las instancias judiciales, porque eso sí, la diferencia fundamental entre el derecho y la beneficencia es el control jurisdiccional de la Administración que no asume las obligaciones legales que el Ordenamiento le impone. A diferencia de la beneficencia, consistente en la mera existencia de expectativa de derechos que sólo son susceptible de materialización en tanto persistan los fondos que se dotan de forma discrecional por la Administración que los crea. Es decir, agotado la cantidad presupuestada el derecho deviene en mera expectativa.

Esto es lo que va a pasar con la Ley de Dependencia aprobada en la anterior legislatura, como la más social y progresista de todas las leyes. Su mentor, el Ministro más progre y con el corazón más grande gestionando el dinero de todo los españoles, se le olvidó decir que los orígenes de la norma en sí datan de 2003, cuando el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó la Renovación del Pacto de Toledo con una Recomendación Adicional 3ª que expresaba: «resulta necesario configurar un sistema integrado que aborde desde la perspectiva de globalidad el fenómeno de la dependencia y la Comisión considera necesaria una pronta regulación ». Es posible que en aquel entonces el legislador hubiese querido aprobar la Ley que se aprobó en la siguiente legislatura y que ahora no encuentra el soporte financiero necesario para hacerla realidad como auténtico derecho subjetivo del ciudadano. No se pueden aprobar leyes que crean importantes expectativas en los ciudadanos para incumplirlas a renglón seguido por no ser capaz el Estado de asumir los fondos necesarios para su puesta en práctica.

El otro día manifestaba el Presidente del Gobierno voz en grito, que no se recortarían derechos sociales. El mismo día en el que la Ministra responsable de la gestión de la norma aludía al recorte a la mitad de los fondos en principio comprometidos para hacer realidad los derechos reconocidos a los ciudadanos, teniendo en cuenta el calendario marcado en las Disposiciones Transitorias de la propia Ley.

Al que gobierna se le exige transparencia y por ello no se puede decir en el mismo discurso como hizo la titular de la cartera de Asuntos sociales « si bien es intención del Ejecutivo cumplir con la financiación a la que le obliga la memoria económica de la Ley, esto no significa que la coyuntura económica que atravesamos actualmente no tenga algún tipo de influencia en el despliegue de la Ley de Dependencia». Sí «la crisis económica puede influir en la financiación y por lo tanto en el desarrollo de este derecho» según la Ministra, la crisis social que se abre puede ser impredecible, ya que por esa regla de tres otros derechos, aunque consolidados en el tiempo, pueden ser recortados o modificados.

En estos momentos de incertidumbre económica hemos de acostumbrarnos a la arbitrariedad en la aplicación de ciertos derechos, publicitados a bombo y platillo por el Gobierno, que es incapaz de asumir el coste financiero de su puesta en práctica en los términos originarios previstos en las normas que configuran sus regimenes jurídicos. Así, el Gobierno reconoce ahora que el cheque bebé de 2.500 euros es discriminatorio en cuanto que su cobro genera situaciones de desigualdad a las inmigrantes. Se esfumaron las llamadas «rentas de emancipación» y la deducción de los 400 euros en el IRPF no se ha hecho extensiva a todos los ciudadanos tal como el Gobierno pretendió hacer ver con la promulgación de la norma.

La propuesta de la Ministra de Asuntos Sociales ante el Consejo territorial del Sistema de Dependencia y la Conferencia Sectorial de Política Social de reducir a la mitad el compromiso inicialmente previsto y necesario para la puesta en práctica de la Ley de Dependencia, supondrá que los ciudadanos agraviados inunden los juzgados con demandas contra la Administración por incumplimiento de los derechos subjetivos al efecto reconocidos en la Ley o bien, todo quede en aguas de borrajas y volvamos a la tradición de la beneficencia como en muchas de las cuestiones atinentes a la asistencia socialSí los derechos subjetivos son importantísimos en la esfera jurídica de los ciudadanos, no menos importante en la esfera colectiva es el concepto de Derecho por antonomasia equiparado al ideal de Justicia. El Estado español ha sido condenado por el Tribunal de Estrasburgo por haber sometido a un ciudadano español a un juicio injusto por parcial. Los conceptos de lo justo, lo equitativo e imparcial deben habitar el limbo porque son términos ahora desconocidos para nuestros dos desprestigiados Tribunales, El Supremo y El Constitucional, que presumiendo de «garantistas en los procedimientos y en la aplicación del Derecho» condenaron a un ciudadano que molestaba a las altas esferas del poder. Para colmo de males, el inquisidor que cobró su presa con creces, es ahora magistrado emérito y con anterioridad un desmemoriado que se le olvidó advertir el cobro de una pensión pública como recompensa por servicios prestados a la Administración de un país extranjero mientras desempeñaba en España su cargo como magistrado del Tribunal Supremo.