EL MAESTRO LIENDRE

La red pringosa

Por más que nos guste lincharlos, los periódicos aún regalan, cada poco, un texto que transmite o provoca ideas, que ordena las albergabas sin saber ponerles nombre. No es el caso de éste. Pero los hay. Por eso aún nos gusta llenarnos los dedos de tinta mezclada con el aceite caído de la tostada o con los restos de crema bronceadora.

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Ese prodigio que se reproduce diez o doce veces por semana -cada cual tendrá su ratio- revivió con las entrevistas publicadas en la prensa gaditana con Diego Manrique, el crítico musical con más cartel en España, que abrió hace diez días esos Cursos de Verano que airean Cádiz cada julio. Deslumbraba su capacidad para hacernos reflexionar, desde la complicidad o el desacuerdo, para provocarnos desde la conexión o el rechazo. De todo lo que contagiaba, recuerdo frases que ponían en cuestión la revolución de internet y el escaso disfrute que proporciona la acumulación de productos culturales.

Para muchos que amontonamos películas y canciones en casa, resultaba demoledor que alguien se preguntara en público (como cada cual en privado) para qué sirve almacenar horas de cine y música que nunca tenemos tiempo de disfrutar. Por muy gratuitas que sean. Acaso eran más afortunados los aficionados hace 40 años, que podían disfrutar con la imprescindible pausa y lentitud de diez novelas, diez vinilos, diez sesiones continuas. Sólo diez, pero escogidos y previo pago, para que sus autores pudieran sobrevivir.

También decía el maestro que ha vivido varias revoluciones que han durado diez minutos y no han cambiado nada. Se preguntaba si la de internet será una más. La que tiene forma de infinita red parece duradera y, realmente, transformadora. Pasando de teorías, cualquiera puede revisar sus hábitos, compararlos con los de 1995. Se quedará pasmado. Descalificar el mundo de internet de forma global puede ser una estupidez sólo comparable con adorarlo completamente. Cada cual tendrá sus preferencias de uso particular, pero entre las de muchos está la resurrección de la magia epistolar a través del e-mail o la posibilidad de leer gratuitamente una docena de periódicos cada mañana es una tentación irresistible que puede poner en peligro la supervivencia de la prensa tradicional (ya veremos) pero apasiona a cualquier lector medio.

Tampoco sabríamos renunciar ya a la agilidad en determinados servicios que consumían horas en vano (consultas bancarias, reservas...), a ver la televisión a la carta, sin publicidad ni horarios, sólo ese vídeo en concreto... A estos prodigios, y a otros que cada cual elige en este campo abierto, resultaría necio ponerle puertas. Pero tampoco parece prudente negar que hay piedras, peajes y trampas.

Después de unos meses entregado a la tarea de leer los comentarios que algunos artículos de prensa merecen (De LA VOZ a Diario de Cádiz pasando por El País, Marca, Abc o El Mundo), a contestar religiosamente los dirigidos a mi dirección, después de curiosear decenas de blogs y chats de diverso pelaje y temática, resulta inevitable admitir que internet tiene una zona pringosa muy ligada a lo más indeseable de todos nosotros.

Es una herramienta y por tanto se llena de lo que tenga en las manos el que la coja. Hay compendios de información, complicidad y sabiduría pero, como en la vida misma, escasean frente a la grosería, la violencia gratuita y la fealdad. Por poner un ejemplo menor, cada vez son más los que confiesan que las bitácoras, tan numerosas, han servido (salvo honrosas excepciones que piensan en el que lee) para crear un enorme monumento al yoísmo más indigesto, que convierte en insufrible al amigo y colega más querido en cuestión de diez posts. Alguno ha llegado a escribir «¿para qué me lees?». A lo que habría que contestarle «¿para qué escribes y lo exhibes a la vista de todos?». Yo me estoy quitando con más prisa de la que usé para apuntarme.

Muchos medios de comunicación que tratan ya de usar la potencial capacidad de comunicación de la red tropiezan, al poco tiempo, con cierto desencanto. Caen en la cuenta de que, pese a que el camino es nuevo, lleva a varios lugares ya conocidos: como la mezquindad y la cobardía de los que nada tienen que decir, de esos que se quedarían calladitos y mirando al suelo si estuvieran cara a cara.

En cambio, aún es grande el silencio indiferente de esos otros a los que casi todos querríamos escuchar en internet. Los que tienen algo que contar, su opinión, con nombre y apellidos, con un mínimo argumento. Si es para discrepar hasta el tuétano, mejor. En los medios es frecuente ahora la intención de interactuar, de comunicarse con el lector. La firma electrónica para recibir correos, las encuestas y los espacios participativos tienen como finalidad recibir la opinión directa del lector. Pero resulta que dos de cada tres mensajes que llegan proceden aún del onanismo más ocioso, del apodo, del nombre falso, del que enciende la pantalla con la persiana echada. Los que discrepan con argumentos, critican con respeto, sin incluir un taco en cada frase, y expresan con algo de normalidad lo que quieren decir resultan una desoladora minoría.

Demasiado frecuentemente, uno se topa como única respuesta a decenas de artículos de cualquier periódico, con un mensaje tan profundo como «ke te den» o «balla miedda». En mundillos dados a la pasión adolescente como carnaval o fútbol, este vicio alcanza cotas somníferas. Las faltas de ortografía sólo son comparables a las de contenido, ideas y mensajes. Es muy común que los propios insultadores acaben enzarzados, unos con otros, aunque su intención inicial fuera ofender a un tercero. Los habituados a la red les llaman trolls y les miran con indulgencia. La merecerían a menos que fueran mayoría, que fueran los que mandan por dictadura numérica. Entonces, se impone la indiferencia, la prevención, la revisión o, al menos, la reflexión. Admitamos que la red potencia el anonimato. Permite echar cojones (o cojonas) a los que son incapaces de plantarse ante ese que les cae como el culo, ante su sexualidad, su ex jefe, su ex novia, su vecino y su compañero. Eso, por quedarnos en lo más leve y apartar la plaga criminal de la pedofilia, el mayor monstruo creado por esta lacra de ocultación que tanto calor encuentra en internet.

Quizás sólo sea cuestión de habituarnos y regularnos. Quizás cuando se inventó el teléfono también lo usábamos así de mal.

O quizás no tengamos remedio y por más iPhones que pongan en el mercado, cada vez que los encendamos, transmitiremos lo que llevamos dentro. A la vista de las pruebas, bueno y malo, parece lo de siempre.