ORIGINAL. Faemino y Cansado, en plena actuación. / NURIA REINA
ANÁLISIS

Bendito absurdo

De todas las formas de hacer reír, la que practican magistralmente Faemino y Cansado es de las pocas que no acaba perdiendo buena parte de su efecto tras la primera media hora de espectáculo.

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Cualquier show cómico -por muy precario que sea- basa su eficacia en la aplicación sistemática de determinadas fórmulas: hay gags con trama, cadenas de chistes, monólogos, diálogos, muecas, repeticiones y skechts. Cuando el espectador -ya hecho a toda clase de anzuelos, ardides, trampas y guiones gracias a la tele, el cine o a internet-, se sienta en su butaca para ver cómo dos hombres solos intentan que se descojone de la risa, lo hace provisto de un bagaje de experiencias que lo convierten en un ser casi inmune a la sorpresa. El consumidor paga religiosamente su entrada, se apagan las luces y piensa -aunque no lo sepa-: «Bueno, a ver si merece la pena, porque yo ya me lo conozco todo».

El gran acierto de este par de genios es que su método se basa, precisamente, en prescindir de cualquier elemento tópico o reconocible, más allá de los que ellos mismos han elegido como irrenunciables señas de identidad, y que actúan siempre como soporte, pero nunca como contenido. O sea, que lo suyo no es una técnica, sino un estilo.

Partiendo de unas líneas maestras prefijadas (los propios personajes, las divagaciones surrealistas, la pasión por lo absurdo), Faemino y Cansado se mueven en el terreno de la (pseudo) improvisación permanente. Eso les permite engañar una y otra vez al público, haciéndolo creer que el show empezará, en cualquier momento, a transitar por algún camino lógico, cuando lo cierto es que el mejor espectáculo es, precisamente, esa espera. Las historias que inventan no van a ninguna parte. Los chistes no tienen final. Dejan los monólogos a medias. Se interrumpen. Saltan de una anécdota a otra sin argumentos ni transiciones. Cuando el ciclón acaba, después de una hora y media, el espectador es incapaz de contarle al vecino con cierta gracia una sola de las hilarantes ocurrencias que ha visto sobre el escenario, pero él mismo no ha dejado de reírse ni un minuto.

Por lo demás, explotan los tipos que les hicieron populares en la tele: Kierkegards, ignominiosos, crápulas de barrio y filósofos de tasca, pero sólo como una excusa necesaria para hacer lo que les da la real gana. Ironizan sobre sus comienzos («nos conocimos cogiendo percebes con el culo, aunque lo difícil era soltarlos»); hacen un singular repaso de la historia reciente («la Transición la empezamos nosotros una mañana, y poco después, una tarde a las ocho y 20, inventamos La Movida»); se meten con el abuelo del Rey («que tenía la puntita roja, como un farolillo de feria»), con el Papa («El de antes hablaba en el balcón de San Pedro y daba gusto de verlo, pero a este pobre no le sale»), y hasta con el concejal de Fiestas de Cádiz.

La última ración de bilis la guardaron para los críticos: «Vienen aquí por la cara y luego dicen 'bueno, ha estado bien, pero es que el espectáculo no aporta'». Aporta. Vaya si aporta. Aporta 90 minutos de payasadas que van desde lo más grotesco (llaman 50 veces gilipollas a Macaulay Culkin), a lo más académico («me ha salido un vórtice energético en el fregadero»). Aporta una catarsis asombrosa. Aporta la agradable sensación de que 200 seres humanos diferentes todavía son capaces de reírse, a la vez, de la misma sarta de estupideces y sinsentidos. ¿Les parece poco?