EL MAESTRO LIENDRE

De aquí a Pekín, por Cuba

Hace una semana, El País publicaba un reportaje que atrapaba la atención. Detallaba la cultura del no, un movimiento creciente que lleva a personas comunes, a ciudadanos rasos sin aparente vínculo ideológico ni pertenencia a ningún grupo organizado, a reunirse de repente para tratar de oponerse a un proyecto cualquiera. Aunque esa forma de actuar está más extendida en el mundo anglosajón, empieza a ser evidente en España y en casi todas partes, como podrá comprobar cualquiera que se detenga para hacer memoria. Lo más frecuente en esta corriente es que agrupe a vecinos que se alían contra la instalación de una discoteca, una antena de telefonía móvil, una cárcel o un vertedero.

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Aunque a cada (hijo de) vecino le gusta tomarse una copa cada tanto, exige cobertura en su telefonino, quiere que los malos estén presos y saca la basura a diario, ninguno está dispuesto a que las construcciones que precisa tal servicio se hagan a costa de joder la paz o la limpieza del lugar en el que vive. En mi barrio, no. En el de más allá, igual me viene bien.

Pero al margen de esa contradicción, resultaba esperanzadora la descripción de esa nueva capacidad espontánea para coincidir, manifestarse y hacer contrapeso al poder político (cada vez menor) y al poder económico (cada vez más pavoroso).

Algo de ese movimiento -aunque manejado por otros hilos y mezclado con otros intereses- parece reproducirse como la gripe más contagiosa en el rechazo a que China celebre sus Juegos Olímpicos de rositas. A una dictadura tan larga y brutal siempre se le pueden sacar más cadáveres del armario. Las democracias, en cambio, airean algunos de vez en cuando. El motivo elegido para el boicot universal es la impune invasión del Tíbet, aunque podría ser cualquiera entre las decenas de tropelías que la ingente prole de Mao ha perpetrado contra los derechos humanos de sus habitantes y los de otros países cercanos.



LA VIGA EN EL OJO RASGADO

Resulta ilusionante esa capacidad de los ciudadanos rasos para conectarse con una idea, en un rechazo o una utopía. De pronto surge la chispa del rechazo a una obra, un personaje, un régimen, a gobernantes, cretinos que quieren callar hasta internet. El fogonazo prende, corre a través de los cables y se expande de un país a otro hasta ser capaz de apagar, por primera vez en la Historia, la antorcha olímpica, símbolo de los mejores valores de la humanidad convertidos ahora en gruesa ironía.

Queda claro que se trata de vender refrescos y ropa deportiva con logotipo en uno de los mayores mercados del mundo, en una economía emergente, como llaman a China esos que son capaces de cagarse en la voluntad de medio mundo por tal de cuadrar la cuenta de resultados de su empresa.

Unas cuantas multinacionales han decidido que los Juegos Olímpicos sean en China y así será. Pero de esa nueva cultura del no cabe esperar que aquel famoso salto que iban a dar todos los chinos al mismo tiempo se convierta, ahora, en un pataleo simultáneo del resto del planeta, para que un ruido ensordecedor impida oír la lira gloriosa del éxito en la ceremonia de apertura.

La próxima vez que toque dar unos Juegos, todos se lo pensarán a la hora de regalárselos a una dictadura (da igual de qué signo). Todavía se recuerda con oprobio el Mundial de Argentina en 1978 y a los futbolistas holandeses que, como sabían leer, se negaron a subir al palco en la Final para estrechar manos ensangrentadas.

Ahora, el pequeño gesto de los hermanos Van der Kerkohf, Krol, Resenbrink o Rep (que, además, jugaban pa matarse) se reproduce por todo el planeta. Qué menos que mostrar algo de rechazo, un desplante o cierta cara de asco.



LOS DICTADORES DE AQUÍ

Pero el planeta no debe de incluir a Cádiz. Aquí, la desidia nos impide incluso mostrar legítimos la sagrada indiferencia, como poco. Aunque el tamaño de los conflictos sea brutalmente distinto, hay una esencia común al fondo de cada cuestión. El Ayuntamiento de Cádiz aún retrasa la decisión de retirar postreros y vergonzantes honores a Franco, por esa inexplicable resistencia del PP a dejarse llevar por el sentido común. Luego se queja Espe de que son un «nasty party» (partido antipático).

La Diputación en la que (ya nos vale) está escrito a fuego el nombre de Casas Viejas también ha tardado un mundo en borrar ese bochorno de sus libros oficiales, con todo su golpe de rojerío. Ya se sabe que anular una medalla, un título, no cambia la Historia ni recupera las vidas que truncó su propietario. Ya se sabe que sólo es un gesto, pero de eso se alimenta uno entre comida y comida.

Ya tuvimos que aguantar a la nieta del Generalísimo cobrando dinero público por hacer el caricato bailando en la tele, mientras ofrecía entrevistas en las que justificaba que «su abuelo actuó según las circunstancias de su tiempo». Ya se sabe, se le cruzan a uno los cables y ordena que fusilen a 500.000 personas. Además, hace mucho que murió. Lástima que a otros muchos les murieran mucho antes y sin causas naturales de por medio.



EL NIÑO DEL BARBAS

Para rematar el sarpullido sátrapa de la tierra, la Asociación de la Prensa de Cádiz acoge estos días al hijo de Fidel Castro. Esa condición no es un delito, ni siquiera es elegida. Pero si el vástago define a su padre como «el hombre que más amigos tiene en el mundo» o ensalza su figura política se convierte en otro que le ríe una gracia a un régimen dictatorial, en otro que justifica a un dirigente que aniquila o encierra (casi es lo mismo) a todo el que discrepa. Por más previsibles que sean las palabras de su descendiente, el que las dice tampoco merece risas, respaldo ni amparo como respuesta.

Álex Castro ha llegado a Cádiz en condición de fotógrafo y, al menos, cabría pensar que ese trabajo justifica su presencia. Quedaba la esperanza de ver su obra y valorarla sin conexión con su vínculo familiar. Sin embargo, sus instantáneas tienen el único valor de mostrar un puñado de fotos cálidas y entrañables (¿qué sorpresa!) de su padre, el dictador. A un fotógrafo de cualquier lugar del mundo se le podría reconocer el logro de dar una visión particular del ocaso del comandante, o de haber conseguido acercarse a una figura histórica, pero ¿su hijo? ¿qué valor tiene que estuviera cerca de su padre, ni que le haya sacado bien? ¿cabía la posibilidad de que le sacara mal?

Mientras medio mundo trata de soplar una llama para que todos se pregunten por qué se apaga, aquí seguimos temerosos de guardar para siempre las fotitos, las medallitas y los diplomitas que entregamos a despiadados mandatarios.

Como vivimos en una ciudad pequeña, creemos que es un gesto insignificante.