Opinion

Un tal Urkullu

Seguramente un buen número de periodistas veteranos recuerda que Zapatero, en los meses siguientes a su llegada en el 2000 a la secretaría general del PSOE, y al exponer su posición con respecto al problema vasco, ya mencionaba a un tal Urkullu como el cerebro gris del Partido Nacionalista Vasco que, en la sombra, podría contribuir decisivamente a resolver la siempre compleja instalación de Euskadi en el Estado, designio que habría de pasar por la desaparición de la violencia. El fracaso del llamado proceso de paz y el naufragio de Josu Jon Imaz al frente del PNV, así como el descabellado anuncio de Ibarretxe de celebrar un referéndum ilegal en octubre infundieron un renovado pesimismo al planteamiento de la cuestión. Sin embargo, sorprendentemente de acuerdo con aquella premonición, Iñigo Urkullu, líder de consenso del PNV tras la marcha de Imaz, parece haberse convertido en un elemento clave de una nueva estrategia de pacificación.

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En definitiva, Rodríguez Zapatero, cuyo partido ha conseguido un éxito histórico en Euskadi el 9-M -ha ganado en la comunidad autónoma, en las tres provincias incluida Vizcaya, en las tres capitales y en las principales localidades-, habría visto cumplida su ya remota premonición... aunque los optimistas en este asunto tengan que contrastar su posición con los reiterados fracasos objetivos que han sido causados por los vaivenes radicales del nacionalismo vasco.

Urkullu, al contrario que el lehendakari, ha sido consciente de que el varapalo electoral recibido por las fuerzas del tripartito (EA ha perdido también su escaño en Madrid) representa una respuesta social contraria al aventurerismo del lehendakari, que ya embarcó a la comunidad vasca en la aventura imposible del primer plan Ibarretxe. Y así, con la conciencia de que no será posible entendimiento alguno con el PSOE en tanto Ibarretxe mantenga su delirante hoja de ruta (que incluye un pleno en junio, en que sus tesis no podrían salir adelante sin el apoyo detestable del PCTV), ha insinuado que si se logra un acuerdo con los socialistas, el nuevo plan Ibarretxe podría quedar aparcado. Para ello sólo haría falta que Rodríguez Zapatero reconozca la existencia del problema político y se avenga a un proceso sincero de negociación, tanto la investidura presidencial cuanto un pacto estable posterior.

Una vez constatada la predisposición, es lógico preguntarse por el contenido de este hipotético acuerdo, máxime cuando Urkullu también utiliza las habituales abstracciones -la existencia de ese problema político- en su discurso. De entrada, no parece que exista en el País Vasco más problema político real que la existencia perturbadora de ETA, y en todo caso habrá que ver qué contrapartidas pretende el nacionalismo vasco a cambio de su respaldo al Gobierno.

Sobre este particular, no hay unanimidad. Portavoces generalmente bien informados aseguran que el PNV sólo pediría a cambio el blindaje del concierto económico, sin que se sepa bien qué se quiere decir con ello. Otras fuentes, en cambio, afirman que los nacionalistas exigen una reforma del marco jurídico-político, que en términos constitucionales sería una reforma del Estatuto por la misma vía tasada que han tenido que utilizar Cataluña y a las demás comunidades que han reformado su propia carta. No parece sin embargo que el Estatuto de Guernica dé mucho margen ya que consagra una descentralización política superior al nuevo Estatuto catalán. De cualquier modo, es legítimo plantear cualquier propuesta reformista que siga los procedimientos adecuados.

Resultaría sin duda pedagógicamente muy interesante que el PSOE llegara a un pacto de legislatura con el PNV y, si se terciara, también con CiU, aunque en este caso habría que salvar el inconveniente que supone el hecho de que el partido de Mas y Duran Lleida está en la oposición en Cataluña, donde gobiernan los socialistas al frente de una coalición. Sin embargo, esta vez el PSOE tiene una potencia parlamentaria muy notable y cercana a la mayoría absoluta, por lo que está en condiciones de imponer límites y condiciones a tales acuerdos, sobre todo en lo referente a un asunto que debe culminarse en esta legislatura: el cierre definitivo, por varias décadas al menos, del Estado de las Autonomías, designio en el que inevitablemente tendrá que contar con el PP. No es, pues, tiempo de aventuras estridentes de un nacionalismo que, en su conjunto, ha sido severamente castigado por el cuerpo electoral.