LUCHA. Milicianos chiíes abren fuego de mortero contra las tropas estadounidenses en una calle de Nayaf. / REUTERS
MUNDO

Un sobre lleno de balas

Al Qaeda aprovechó la desesperanza surgida poco después de la invasión para resquebrajar por la fuerza siglos de convivencia pacífica entre las comunidades suní y chií

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A sus 64 años, el físico nuclear Najim Askouri se ha visto arriba y abajo de la ola varias veces. El antiguo jefe de investigaciones nucleares de Sadam Hussein tuvo que buscar trabajo en una universidad de Libia cuando empezó a criticar al régimen en 1998. Si se creyó la ilusión de que la invasión americana le permitiría volver a vivir tranquilamente en su hogar, se equivocó. «Ahora soy un refugiado dentro de mi propio país», se lamenta. Lo dice desde Nayaf, capital religiosa del mundo chií, a la que ha tenido que volver desde que Al Qaeda decidió separar a tiros suníes de chiíes. «A mí mujer no le gusta vivir aquí porque no soporta vestir la abaya -un largo manto negro que descansa sobre la cabeza-, se le enreda en los pies al conducir».

No tiene opción. Vivir bajo el luto de la abaya o morir en Bagdad. Se resistieron cuanto pudieron a la segregación religiosa que empezó en su barrio de Al Hadrás un año después de la invasión. Pensaron que les salvaría el apoyo de sus amigos suníes, pero les desbordó el baño de sangre.

De la sonrisa al rencor

Cada día las calles de Bagdad amanecían regadas de cadáveres sin identificación. Los familiares de los que no habían llegado a casa por la noche tenían que peregrinar por las morgues para ver las caras de docenas de cadáveres en busca de su ser querido, que podía no aparecer nunca.

Un día se encontraron clavado en la puerta un sobre lleno de balas, una por cada miembro de la familia que vivía en la casa. «Todos los chiíes tienen que marcharse», decía la escabrosa misiva. Detrás llegó también un mensajero. «Cogieron a un chií y le dieron una paliza de muerte», cuenta Najim, «pero en vez de matarlo le encargaron que fuera por las casas de los chiíes para decirnos que nos marcháramos. Muéstrales tu espalda, le ordenaron». La sonrisa amable de Farked Askouri, su hijo de 26 años, se tiñe de rencor cuando tiene que recordar ese hogar del que no pudo ni sacar su guitarra.

«Encontré a la mujer de mi vida y me casé con ella. Construimos nuestro nido de amor en el segundo piso de la casa de mis padres. Mis amigos suníes nos escoltaron hasta allí el día de la boda, tocando el claxon para que todos supieran que éramos amigos, pero a los tres meses nos tuvimos que marchar». Era el fin de su sueño envenenado para quien no ha conocido en su vida más que la guerra. Nació en 1982, dos años después de que Sadam Hussein invadiese Irán para saldar deudas históricas y abortar las revueltas chiíes que creía ver fraguarse. El desgastador conflicto se prolongó ocho años hasta que ambas partes estuvieron exhaustas. A eso le siguió pronto la invasión de Kuwait, y lo que fue peor, trece años de embargo.

Los redobles de tambores que todo el mundo oía en Occidente cuando George W. Bush amenaza a Sadam Hussein sonaban huecos en Irak. «Creíamos que Sadam era un poquito, sólo un poquito más inteligente», dice Farked con una sonrisa amarga. Hace ahora cinco años que en su universidad suspendieron las clases y dejaron marchar a los estudiantes entre rezos y abrazos emocionados, pero no se creyeron que la invasión fuera un hecho hasta ese 7 de abril en el que se encontró los tanques estadounidenses a la puerta de su casa, en ese barrio cercano al aeropuerto que fue el primero en caer.

Todo mentiras

«¿Estábamos tan contentos de verlos!», recuerda. «Pero todo fue mentira. Pensábamos que a partir de ahí la vida sería más fácil para los iraquíes y nos equivocamos». Si fue duro soportar durante tres semanas el estruendo de las bombas, a oscuras, solo en casa con sus hermanos, sin poder escuchar las noticias por falta de electricidad, o volver a clase dos meses después mientras «los americanos controlaban el tráfico a tiros», la calma que siguió después a la tempestad resultó ser sólo un espejismo. «2003 y 2004 fueron los años felices. Sadam no estaba, llegó la televisión por satélite, Internet, los teléfonos móviles... Había violencia, es verdad, pero era la resistencia contra los estadounidenses, no atentados en la calle. Hasta que llegó Al Qaeda. Los americanos le abrieron la puerta». Siglos de convivencia pacífica entre suníes y chiíes se resquebrajaron por la fuerza. Hasta entonces Farked compartía pupitre en la universidad con suníes, chiíes y hasta kurdos. Vivía en un barrio mixto y tenía amigos de todas las tendencias religiosas.

«La división sectaria en Irak es cosa de Osama bin Laden y sus amigos, ayudados por los países vecinos que tienen mucho que ver con esto, especialmente Irán, Siria y Arabia Saudí, que están apoyando el terrorismo», afirma. Lo que este joven dentista recuerda ahora como una vida feliz se resquebrajó con el retumbar de los coche bomba y las amenazas en la oscuridad de la noche.

«Ya no puedo ver a mis amigos. Los tengo repartidos entre el exilio de Jordania, Siria y Suecia. Mi mujer está viviendo con sus padres en Bagdad y yo con los míos en Nayaf. A mi hermano, su esposa y mi sobrino no los he visto en más de un año. Mi barrio ahora es suní y otra gente vive en nuestra casa, pero es que a uno de mis mejores amigos lo mataron en un barrio chií sólo por ser un suní de Tikrit, la ciudad donde nació Sadam. Para ser honesto, el 40 o el 50% de los iraquíes están depresivos y psicóticos».

Huida masiva

Como la familia Askouri, el alto comisionado de Naciones Unidas estima que 2,2 millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus casas dentro de Irak, y otro dos millones han tenido incluso que huir del país. El 40% de estos últimos eran clase media, que ahora vive en la miseria en estados vecinos, donde no se les da ni permiso de trabajo. En total, 4,2 millones en un país de 27.

Y así es como la imagen del represivo dictador empezó a emerger con más dulzura incluso en el recuerdo de aquellos chiíes que tuvieron que exiliarse por su culpa. En su balance, el doctor Askouri no puede evitar admitir que su vida era mejor durante el régimen de Sadam. Ahora es un simple profesor de universidad, una posición que empieza con un salario de 100 dólares al mes en una ciudad donde el alquiler de una casa de dos habitaciones, sin retrete, con las ventanas rotas y las paredes descascarilladas, cuesta 500 dólares al mes. «Sadam era malo, pero ahora es peor», afirma.