DEL PUENTE A LA ALAMEDA

Museo de Cádiz

A pesar de que son muchos los que opinan que la función principal de nuestro Museo es la de ofrecer alicientes con el fin de que aumente el número de visitantes que acudan dispuestos a dejar en la Ciudad sus dineros, nosotros estamos convencidos de que el papel principal de este centro es diferente y, a nuestro juicio, bastante más importante que el de ser un mero reclamo turístico.

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Estos recintos que, en sus orígenes, eran los templos de las musas -las diosas de la memoria- son lujosos cofres en los que guardamos nuestras mejores joyas y espléndidos expositores en las que exhibimos nuestras prendas más apreciadas. Gracias a las reliquias en él depositadas, recuperamos una parte importante de nuestra realidad pasada, descubrimos nuestras raíces y las reinterpretamos desde nuestra actual perspectiva y a partir de las claves que nos proporcionan los estudiosos que allí trabajan.

Con el fin de asimilar con mayor facilidad los exquisitos y sustanciosos manjares que en el Museo nos ofrecen, he decidido visitarlo por partes dejando que se sedimenten los interesantes datos y las múltiples sensaciones que allí, poco a poco, voy experimentando. No se pueden imaginar cuánto he aprendido y disfrutado en esta ocasión, gracias a las oportunas y precisas explicaciones que me ha proporcionado María Dolores López de la Orden, Conservadora del Museo. He contemplado con atención y con fruición esas piezas arqueológicas halladas en las tres islas Gadeiras que configuraban nuestra ciudad: Eritheia, Kotinoussa y Antipolis, y he imaginado el trazado tan diferente que tenía nuestra Ciudad en la época fenicia.

En la zona destinada a las piezas urbanas, me han llamado la atención las cerámicas tartésicas, el jarro askoide sardo, la estatuilla del Hércules, el capitel decorativo de volutas descubierto en La Caleta y los fragmentos de cerámica con inscripciones en caracteres fenicios, todos ellos encontrados en los asentamientos prehistóricos de nuestra Ciudad y de las poblaciones próximas. En la zona dedicada a los objetos religiosos me he fijado en las imágenes de la diosa fenicia Astarté, esa Venus marina, que era venerada en la cueva sagrada situada en los acantilados rocosos de la Punta de Nao, a la que los navegantes pedían protección, las mujeres una fecunda maternidad y la jovencitas un marido. He admirado las ánforas, los anillos, las cuentas de collares, las fígulas, los amuletos y los exvotos que los navegantes arrojaban al mar durante las procesiones navales que allí se celebraban. Me he detenido en las figuras rituales de bronce encontradas en el templo de Melqard localizado en Sancti Petri.

Pero, como supondrán, he disfrutado sobre todo con los abundantes y valiosos restos que han extraído de este inmenso cementerio sobre el que está construida nuestra actual Ciudad como, por ejemplo, esas cuatro imágenes femeninas de barro achocolatado -sobre las que aún no se han puesto de acuerdo los investigadores si representan a divinidades o a oferentes-, los pendientes y collares de cornalina y de oro purísimo y los amuletos fenicios egiptizantes.

He dejado volar la imaginación sobre esa pareja de acaudalados que tan bien estaban sepultados en los sarcófagos antropoides de mármol blanco y cuyos hallazgos se produjeron de manera casual: el masculino, en la Punta de Vaca, en 1887, y el femenino, en 1980, en un solar de la calle Ruiz de Alda debajo del chalé en el que vivió el entonces director del Museo de Bellas Artes, el arqueólogo Pelayo Quintero, que incluso excavó sin resultados sus propios jardines. El mensaje que, como resumen, me justaría transmitirles es que, con el arte, también podemos disfrutar una barbaridad.