Tribuna

Crecimiento y desequilibrio

El crecimiento económico supone incrementos en las rentas de las personas. La renta determina el nivel de vida de los ciudadanos. En los países más prósperos, la renta media medida a través del Producto Interior Bruto (PIB) real per capita, ha crecido durante el siglo XX una media del 2% anual. Ello supone que la renta media es ocho veces mayor que hace cien años. La consecuencia es que un ciudadano de esos países disfruta de más prosperidad económica que sus descendientes.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

El PIB es el indicador macroeconómico por excelencia para medir el crecimiento económico. Mide tanto la renta total generada como el gasto total en la producción de bienes y servicios de esa economía. El PIB debe ser relacionado con el concepto de productividad, definiéndose éste como la cantidad de bienes y servicios producidos en cada hora de trabajo. La consecuencia inmediata de la interrelación de ambos conceptos es que el nivel de vida de un país depende de la productividad de sus trabajadores. Es por ello por lo que hay que analizar los factores que determinan la productividad de un país y por ende la relación entre productividad y política económica.

La economía española ha experimentado un crecimiento inusitado en los catorce años anteriores. Ese crecimiento, fruto de la incorporación a la Unión Europea y de la necesidad de convergencia con la misma, adolece de grandes desequilibrios, cuyos perniciosos efectos pueden externalizarse ahora que se invierte el ciclo. Ese desequilibrio se hace patente fundamentalmente por haberse circunscrito a un sector, el inmobiliario, habiéndose desatendido el resto, básicamente el industrial.

España es el país de la eurozona que más competitividad exterior ha perdido desde 1999. Retrocede quince puntos y esta se hace patente en el deterioro de las exportaciones. El nivel de endeudamiento se sitúa en torno al 10% del PIB.

La explicación y las consecuencias del déficit comercial, pasa por el análisis de la relación «ahorro nacional e inversión». La tasa de la inversión en formación bruta de capital se sitúa en el 34% del PIB, la mitad de ella referida a la construcción. El problema que acarrea la sobredimensión del sector de la construcción consiste en la consideración de la vivienda como un bien de inversión que básicamente afecta al bienestar del individuo, pero no es un bien de capital producido que sirve a su vez para producir. A pesar de todo, el diferencial de la tasa de capital físico puede considerarse en niveles aceptables. Es necesario aumentar las inversiones que aumenten de forma continuada la productividad total de nuestros factores de producción. Es preciso el aumento de la productividad de dos de ellos: 1º.- Capital humano y 2º.- El referente a los conocimientos tecnológicos. El primero de los mencionados es desastroso, sólo visualizar las conclusiones del informe PISA. El segundo, tampoco refleja mejores consideraciones que el anterior.

La tasa de ahorro española es del 23% del PIB. Ello provoca un natural desequilibrio si lo contrastamos con la tasa de inversión. El ahorro acumulado es negativo debido al endeudamiento doméstico y al déficit exterior. Precisamente este déficit, ha exigido y exige la dependencia y la necesidad de financiación exterior de la economía española en esta última etapa de crecimiento. La falta de ahorro interno debe ser compensada con el externo, lo que complica la cuestión debido a la crisis financiera internacional.

La «tasa de inflación» rebasa en más de un punto la media de la zona euro. La consecuencia inmediata es la pérdida de competitividad de las empresas en el exterior, desde luego un momento delicado por la desaceleración de nuestros principales mercados de exportación y la necesidad de que la demanda externa tome el relevo de la interna para mantener el crecimiento económico.

Ese diferencial entre la subida de precios exclusivamente inflacionaria (inflación de la zona euro, fenómeno exclusivamente monetario) y el encarecimiento de la vida en particular en España (lo que es achacable exclusivamente a las autoridades españolas) en 1,2% no es ya un problema monetario, sino que afecta directamente a la economía real. Dos son sus causas fundamentales: 1º.- La ausencia de un nivel de competencia suficiente en determinados mercados, que al estar fuera del alcance de la competencia internacional, eleva los precios ante la presión de la demanda interna y 2º.- El exceso de gasto público como causa última y fundamental de las tensiones inflacionistas. Es en la política fiscal donde tiene sus bazas el gobierno español para atajar la «inflación diferencial», debiendo haber sido más restrictiva, ya que el gasto público no financiero ha crecido por encima del PIB nominal y el excedente presupuestario se ha conseguido gracias a unos desmesurados ingresos tributarios.

El desempleo que siempre fue un problema, resurge otra vez más. Lo peor está por llegar, ello a pesar de los cambios normativos de última hora para su cuantificación. España lidera la tasa interanual de desempleo en la zona euro, situándose en el 8,6%, además de ser el segundo país tras Eslovaquia con mayor tasa de desempleo.

El objetivo de todo gobernante en materia económica debiera ser el crecimiento equilibrado de la economía. En los momentos actuales, el horizonte pretendido sería la convergencia real con Europa. Después de once años de importantes avances en materia económica y de seis años de convergencia real, los dos últimos han supuesto el comienzo del retroceso. Así, en 2006 el PIB per cápita perdió 0,4 % frente a la media de la Unión Europea, no la de los quince sino de los veinticinco. Las previsiones para 2007 de Eurostat suponen otro retroceso que previsiblemente se situará en el 97,3%. Ello nos situaría en los niveles de renta del año 2003. En resumen, disponemos de menos cantidad de renta disponible por lo que somos más pobres Esto será así en tanto nuestra productividad crezca y se encauce la senda del crecimiento equilibrado.