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Pifias

Pues vaya pifia, ¿no? Lo de Hijos de Babel, quiero decir. La versión para inmigrantes de Operación Triunfo se puso de largo este martes en TVE 1. Ha sido uno de los fracasos más sonoros de un programa de estreno en la cadena en lo que llevamos de temporada: una cuota de pantalla del 11,5%, poco más de millón y medio de espectadores. Las razones del descalabro no son, en esta ocasión, ningún misterio. Primero, el programa se hizo interminable: casi cuatro horas de relato no las aguanta nadie. Segundo: el ritual de la llegada de los concursantes, su presentación, los ensayos y el retorno al camerino ya es un tópico televisivo. Tercero, el transcurso fue lentísimo. No es un problema de presentador ni de escenografía, sino de confección del espectáculo como una narración.

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Además, hay otra cosa: hay un asunto extraordinariamente espinoso en el que cada desliz se convierte en navaja con la que a uno le acuchillan, pero, con todo y con eso, no se puede pasar por alto. Se trata de lo siguiente: por muy buena disposición que uno muestre hacia la inmigración y por mucho interés que uno manifieste hacia los «extranjeros invitados», un programa de inmigrantes nunca podrá despertar la misma implicación afectiva de los espectadores que un programa con protagonistas nacionales.

Los protagonistas de Hijos de Babel son extranjeros con talento; los de otros programas, aunque a veces tengan menos talento, son sin embargo los de aquí, el hijo del vecino, el tipo con el que te puedes identificar. La palabra identidad no sobra en este contexto. Decía el viejo Paul Ricoeur que la identidad, que es ipse (uno mismo: mi identidad), es también idem (lo que me asemeja a otro: lo que me hace idéntico). Esa doble dimensión funciona en todos los órdenes de la vida. La presencia del extranjero, del otro, despierta instintivamente nuestro lado ipse; la presencia del compatriota, del paisano, despierta nuestro lado idem. No es xenofobia; es, sencillamente, antropología. Y si a un tema que ya de por sí es poco proclive a levantar pasiones se le añade, además, un envoltorio lento y repetitivo que se estira hasta más allá de las tres horas y media de duración, no hay quien lo levante. Como la torre de Babel.