Editorial

Una Europa limpia

La Comisión Europea presentó ayer su ambicioso plan energético, con el que pretende conformar un frente de acción común que vincule al conjunto de los Veintisiete en la lucha contra el cambio climático y en el impulso al aprovechamiento de fuentes renovables, a fin de reducir la dependencia de un petróleo cada vez más escaso y más caro. El proyecto fija como objetivos ineludibles reducir en un 20% las emisiones de gases de efecto invernadero, incrementar hasta ese mismo porcentaje el consumo de la energía que producen el sol, el viento, el agua o la materia orgánica y aumentar al 10% el uso de los controvertidos biocombustibles. Estos promedios vienen a coincidir con las exigencias que se adjudican a España, que deberá recortar un 10% la contaminación generada por sectores como el transporte, la vivienda o la agricultura. Pero nuestro país habrá de realizar un notable esfuerzo de equiparación dado que es el estado miembro que incumple en mayor medida las pautas del Protocolo de Kioto. La industria española fue capaz, no obstante, de reducir en 2006 sus emisiones manteniendo una vigorosa actividad económica, lo que deja constancia de que el crecimiento no ha de significar necesariamente la renuncia a preservar el medio ambiente. El plan evidencia que la UE ha interiorizado que la destrucción del entorno natural y la endémica dependencia energética de Europa requieren de iniciativas concretas de obligada implantación. Pero también que trata de superar las resistencias nacionales incidiendo en los incentivos colectivos que supondrán tanto el mercado de compra-venta de emisiones de CO2 -con potenciales ingresos de 50.000 millones de euros anuales-, como la promoción de fuentes renovables que animarán la inversión tecnológica y el empleo. Transformar la ineludible necesidad de actuar contra el cambio climático en un posible factor compartido de crecimiento, riqueza y bienestar constituye una sugerente línea argumental para intentar persuadir a los distintos gobiernos y a sus ciudadanos de una reforma que obligará a replantearse las estrategias propias y requerirá, en último término, de sacrificios en los comportamientos cotidianos.

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Resulta razonable que las institución haya engarzado su propuesta con los principios de equidad y solidaridad. Pero el paraguas de la tolerancia hacia las diferentes realidades de los Veintisiete debe equilibrarse con los imprescindibles mecanismos de control interno -sanciones incluidas-, que garanticen la progresiva ejecución de las iniciativas proyectadas, sobre todo cuando éstas tienen un horizonte de cumplimiento a tan largo plazo. Y aun cuando deba esforzarse en salvar la inquietud mostrada por las empresas europeas ante los riesgos de perder competitividad. Porque sólo un compromiso verdaderamente efectivo permitirá a la UE no sólo adecuarse a sus objetivos, sino hacer valer, como pretende, su liderazgo en un asunto tan capital en el mundo globalizado.