Opinion

Torturas

De nuevo ha saltado a la actualidad la sombra perturbadora de la sospecha de torturas en la lucha antiterrorista. Un presunto etarra detenido por la Guardia Civil ha sido ingresado en un hospital con lesiones que, según la versión oficial, fueron consecuencia de su detención «con violencia», dado que pretendió darse a la fuga. El entorno del supuesto delincuente asegura sin embargo que el ingreso en el hospital se produjo más de quince horas después de la detención, que fue incruenta, y que las heridas son la huella de las torturas a que fue sometido para extraerle información. Como es de ley en estos casos, el asunto está en el juzgado y el ministro del Interior ha manifestado a la opinión pública su respaldo a las fuerzas de seguridad del Estado y su interés en que todo se aclare convenientemente para disipar cualquier duda.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Poco después de conocido el inquietante internamiento hospitalario del probable etarra, un conocido editor, viejo luchador por la democracia, me comentaba con preocupación la pervivencia de algunos tics que se habían forjado durante la lucha contra la dictadura: en la etapa franquista, las fuerzas policiales eran los agentes de la represión y las noticias oficiales que llegaban de sus actuaciones habían pasado los tamices falaces de la censura. En consecuencia, quienes nos aculturamos en aquel período o disfrutamos del magisterio de quienes lo hicieron tenemos aún dificultades para liberarnos de los antiguos estereotipos. Y, sin embargo, lo obvio, lo natural, lo éticamente correcto, lo moralmente obligado es, al asistir a una confrontación entre etarras y policías, otorgar de entrada la presunción de legalidad y de inocencia a los policías, no a los etarras. Por la sencilla razón de que aquéllos son servidores públicos del Estado de Derecho que se juegan la vida en la defensa de la legalidad.

Produce cierto rubor tener que reiterar estas cosas a estas alturas del desarrollo político español. En el País Vasco, tanto el Gobierno autonómico como los partidos que lo apoyan, así como Nafarroa Bai, han reaccionado insinuando que la presunción de inocencia recae más en los etarras que en quienes, al detenerlos, han abortado con certeza una dramática secuencia de sangre, sudor y lágrimas de las víctimas.

Debería imponerse la actitud que ha reflejado el ex ministro José Bono en sus declaraciones sobre el referido incidente: «Si yo tuviese que dirigir un consejo a los guardias civiles, les diría que no haya bajas, pero que si tiene que haberlas que no sean nuestras».

Ya con independencia del suceso que suscita este comentario, conviene señalar con aprensión y disgusto que una vez más se ha puesto de manifiesto una disociación oxigenante para ETA. Resulta inconcebible, a estas alturas, que en un enfrentamiento entre terroristas y defensores de la legalidad todavía se advierta la fractura política, más que social, en torno al caso: el nacionalismo respira por la herida etarra, en tanto las fuerzas llamadas constitucionalistas se alinean -sentimental y formalmente- con los funcionarios que se juegan la vida en la preservación de la ley y del principio civilizador. ¿Puede la rivalidad ideológica justificar esta sinrazón? Probablemente, no.

Cabe entender que detrás de ETA exista una exigua base social ensimismada, absorta en la pretendida aura romántica de los criminales, confundidos a estos efectos con revolucionarios de la vieja escuela, pero no es fácil comprender que estas pulsiones instintivas afecten todavía a la inmensa mayoría de políticos nacionalistas de Euskadi, que no ven que estos comportamientos ambiguos alimentan a la fiera, que también los amenaza con sus zarpazos.

Yo no creo, en fin, que haya habido tortura. Y sólo lo creería si una sentencia firme lo afirmase. Y detesto por ello a quienes maliciosamente, en un guiño a los asesinos, deslizan la duda más impertinente.