Vista de la playa de Zahora desde Sajorami Beach. / ANTONIO VÁZQUEZ
Sociedad

La Costa del Edén, desierta

En otoño, las playas de La Janda guardan el tesoro de la tranquilidad y permiten combinar el surf con la naturaleza y, sobre todo, el silencio

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En la costa del Edén de la que habla Javier Ruibal en su Atunes en el paraíso ya no hay «un nido de tunantes». Se fueron con el olor a Nivea, las sombrillas de colores estridentes, los gritos y reggaetones cuando el invierno asomó la pata por debajo del calendario. Desde entonces, olvidada, discreta y silenciosa en las bambalinas de lo urbano, la costa de La Janda aguarda a que alguien ponga un pie en su arena virgen. La falda de una duna sirve para desaparecer cerca de casa y perder de vista de los anuncios de juguetes que ya pregonan su implacable Navidad, tan cerca y tan lejos de repúblicas dominicanas, y varaderos con visitas programadas y clase de aeróbic a las cinco en la piscina.

Al agua fría entra uno de cabeza y, a poder ser, con un traje de neopreno, como los que se alquilan en la Escuela de Surf de El Palmar donde Pepe y Álvaro organizan los bautizos de olas. Treinta euros y muchas ganas es lo único que necesita el surfista principiante, además de el valor para olvidarse de los complejos, el tajo y la hipoteca, para sentarse y sentirse en el agua, escuchar, y mirar como se acuesta en el mar la gran pelota naranja. No se olviden de la crema solar (12 euros), porque Lorenzo aún puede sorprender.

Zumos y botellines

Para quitarse la sal de la boca sirve un botellín de cerveza y una empanada de dátiles a pie de escuela -un zumo de sandía para los abstemios-, en El Cartero, un lugar concurrido en esta época por los locales y algún motero despistado. Los domingos sube la temperatura y se alarga el cierre con conciertos de grupos interesantes.

Además de sed, el agua de mar da hambre. Para saciarla vale la pena aguantar unos minutos en coche para llegar hasta Vejer y cambiar el olor a bajamares por el de la leña en las chimeneas. En la Plaza de España se esconde El Jardín del Califa, un edificio del siglo XI que guarda en su patio un excelente restaurante árabe. Ojo con los que les comen más con la vista, porque las raciones son generosas y condimentadas. A la luz de las velas y con las estufas encendidas, el abecé de la cocina árabe tiene un plus en cuanto a elaboración e ingredientes. Como entrante, sabe bien el airán (gazpacho libanés de yogur natural, hierbabuena y pepino, servido frío), el humus (crema de garbanzos con salsa de sésamo, aceite de oliva, ajo y limón), el ácido babaganush, el warakarish, tabule, falafel o un surtido de todos ellos (mezze). De segundo, la dulce pastela y el couscous agridulce son un contundente remate.

En la playa de Zahora espera un lugar ideal para hacer la digestión. Se trata de Sajorami Beach, un complejo de casas y bungalows a pie de arena. En noviembre ya han desaparecido los niños que gritan y las fiestas. El silbido del viento y el runrrún de las olas es la única nana en los apartamentos de madera y las pequeñas casas construidas en las antípodas del paisaje de coches, gentío y murmullo de botellones que se deja en la ciudad. Vale la pena despertarse pronto -o acostarse tarde, según gustos- para desayunarse un buen amanecer. Una reserva a tiempo y 50 euros (por una habitación doble) son suficiente pasaporte a la Costa del Edén, esta vez desierta. Los apartamentos tienen televisión; no la enciendan.

apaolaza@lavozdigital.es