CALLE PORVERA

Billete de ida

CALLE PORVERA Sentado en un espigón frente al mar. Es un buen lugar para pensar. Él siempre quiso cruzar el charco. Irse lejos. Descubrir. Volar. Conocer. Sentir. Ella no. Siempre prefirió que sus pies tocasen tierra a andar a la caza de sueños absurdos.

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Sus manos sujetaban con fuerza un billete. Era sólo de ida. Sin esperanza de vuelta. Complicada decisión: volar o renunciar. Ningún otro sueño sería igual. Ninguno. Allá a lo lejos, muy lejos, bailaban la danza del vientre las ilusiones de siempre. Aquí, un futuro con el cinturón de seguridad puesto.

Pensó que igual seguir con su vida actual no sería tan malo. Trabajar de ocho a tres. Pasar las tardes en casa con su familia. Ir a cenar y al cine los sábados y al fútbol los domingos. Leer buenas novelas al abrigo de un cómodo sofá. Algo predecible, quizá. Pero una vida de costumbres y rutinas tiene muchas ventajas, le decía ella cada vez que él ponía sobre la mesa el tema de su sueño. Sin riesgo no hay peligro, solía comentarle. Tampoco emoción, pensaba él. Aunque esto último nunca se lo llegó a decir.

También pensó que un billete sólo de ida regala una incertidumbre que pierde encanto si se mira atrás. No cabe la nostalgia de los recuerdos. Romper es una parte del precio. Renunciar, la otra. Y la emoción del riesgo, parte de la recompensa. La otra es la satisfacción de luchar por un sueño, del encuentro con uno mismo.

Siguió meditando en el espigón frente al mar hasta que comenzó a anochecer. Sonó el móvil. Era ella, pero no contestó. Se levantó, volvió a mirar al horizonte unos instantes y regresó a casa. Sus manos ya no sujetaban el billete. Ella le estaba esperando.