Opinion

Moderación

Mi amigo Alejandro, hombre discreto, reflexivo y lúcido, me suele repetir que él, igual que la mayoría de nuestros conciudadanos, es cadista, españolista y creyente, pero que todas estas «afecciones» / «aficiones» / «infecciones» las vive con moderación. Siempre me pone los mismos ejemplos extraídos de los consejos que le suelen proporcionar los médicos: comer jamón, beber vino, andar o tomar el sol son hábitos saludables pero, a condición de que los ejercitemos con mesura. Lo mismo nos ocurre -me dice- con los sentimientos de identificación con esas instituciones tan importantes y tan diferentes como el Cádiz, C. F., la Nación Española y la Iglesia Católica.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Fíjate -me explica- cómo los forofos que disfrutan excesivamente con los triunfos o sufren demasiado con las derrotas del equipo amarillo son incapaces de reconocer, por ejemplo, que el árbitro tiene razón cuando pita un penalti si un jugador amarillo zancadillea a un delantero del equipo contrario dentro de nuestro área. A todos nos asustan los nacionalistas vascos radicales pero, sin embargo, nos parecen normales los nacionalistas españoles que están dispuestos a derramar su sangre por la bandera roja y gualda y, lo que es peor, a derramar la de todos los que intenten menospreciarla.

A Alejandro le llama mucho más la atención los creyentes y los agnósticos que presumen de radicales y de integristas, y que, con pasión, con rabia o con desprecio, luchan de manera desafiante para lograr que los contrarios sean vencidos o desaparezcan de la faz de esta tierra. Pero lo que más le preocupa a Alejandro es la facilidad con la que aceptamos que la disciplina de los partidos políticos exija fidelidad absoluta a sus militantes sin darles la posibilidad de que critiquen o contradigan las decisiones de sus líderes: sin que puedan pensar o hablar con libertad. Para apoyar su convicción de que los excesos son peligrosos, me recuerda aquella sabia recomendación que estaba colocada en el frontispicio del templo griego de Delfos: «Nada en exceso».

En mi opinión, deberíamos recuperar la noción de civilización como medida, como límite, como humanización del exceso natural y como restricción de los instintos desmesurados. Quizás podríamos insistir un poco más en que los excesos son síntomas de barbarie en los modales, en el trato y en cualquier clase de comportamiento, no sólo porque denotan escaso refinamiento, sino porque suelen ser las causas de graves crisis en la sociedad. Esa funesta costumbre de caer en lo excesivo podemos aplicarla, incluso, a aquellas tareas nobles que la convertimos en peligrosas por un «exceso de celo»: cuando, para corregir unos defectos, comentemos los excesos opuestos: «el hambre no se puede combatir con indigestiones ni la sed con borracheras».

Quizás la manera más eficaz de reducir los excesos sería comenzando por fomentar el autocontrol y por introducir un poco más de serenidad, de pausa, de reflexión en nuestras vidas. En mi opinión, la plenitud que nos lleva a la felicidad no viene de la mano de arrebatos pasajeros, sino del cultivo pausado de un equilibrio armónico y sostenido a lo largo de nuestro largo/corto tiempo biológico: no hay duda de que, en cualquier momento de la vida, tenemos toda la vida por delante, ni de que, si estamos dispuestos a seguir caminando pacientemente, el recorrido, por muy fatigoso que en algunos tramos nos resulte, con un poco de imaginación y con un mucho de cariño, será distraído, placentero y, a lo mejor, apasionante. Lo malo del fervor -me explica Alejandro- es que, a veces, esta mezclado con el odio, y que, cuando aplaudimos, lo hacemos a favor de unos y en contra de otros.