Opinion

Escándalo en el Constitucional

Es bien conocido que, en esta convulsa y recalentada legislatura que está a punto de concluir, el Partido Popular, en uso legítimo de un derecho reconocido constitucionalmente, ha recurrido ante el Tribunal Constitucional las principales elaboraciones legislativas de la mayoría política, desde la reforma del derecho de familia que ha supuesto la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo a la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, pasando por las leyes de Dependencia o la Integral contra la Violencia de Género. En algún caso el recurso era políticamente razonable puesto que algunas decisiones normativas adoptadas se mueven sobre el filo de la navaja de la inconstitucionalidad y los sectores disconformes con las mudanzas están en su derecho de reclamar el contraste de constitucionalidad que sólo el TC puede aportar. En otros, ha existido un manifiesto abuso del Derecho, ya que es claro que el principal partido de la oposición ha recurrido en algunos casos al Constitucional para mostrar un radical desacuerdo político, aunque sin sospecha alguna de que la ley recurrida supusiese vulneración de la Carta Magna.

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Sea como sea, el recurso al TC, que siempre tuvo un cierto sentido político que con frecuencia ocultaba la dimensión jurídica de la medida, se ha prodigado abundantemente desde 2004, lo que ha producido una politización sobreañadida de la Institución, cuya capacidad decisoria ha trascendido el plano de la hermenéutica jurídica para adentrarse en el de la competición partidaria. Dicho más llanamente, las decisiones que el TC tiene que adoptar son de tanta trascendencia para sus autores y sus adversarios que este tribunal se ha convertido en el escenario de la más encarnizada batalla entre PP y PSOE. La historia es bien conocida: en una institución en perfecto equilibrio, apenas sesgada hacia babor por el voto de calidad de la presidenta progresista María Emilia Casas, cualquier cambio provoca teóricamente una inversión de su postura. Y la guerra jurídica emprendida está en pleno fragor: primero fue la recusación del progresista Pérez Tremps, después la reforma de la Ley Orgánica del TC instada por el Gobierno para prorrogar la presidencia de Casas, más tarde el recurso del PP contra dicha reforma, la aceptación de la abstención de Casas y, ayer mismo, la decisión gubernamental de recusar a dos magistrados conservadores... Y todo ello transcurre entre la incapacidad del Parlamento para renovar el Tribunal Constitucional.

A esta situación lamentable no se ha llegado por la simple inercia de las circunstancias: el desprestigio de Tribunal Constitucional y de los magistrados que lo forma es la consecuencia de la dudosa profesionalidad y de la falta de carácter de sus miembros, que han aceptado, primero, lucir al dorso la etiqueta que su correspondiente partido les ha impuesto, y, después, acatar con disciplina las marrullerías y exigencias que sus mentores han tenido a bien imponerles. Si los doce magistrados del TC hubieran, desde el primer momento de su designación, manifestado con claridad que anteponían su mandato a cualquier afinidad partidaria y que se cerraban en banda a cualesquiera presiones espurias del exterior, ni se hubiera producido este juego absurdo y lamentable de recusaciones, ni estaríamos a punto de asistir a la quiebra de una institución que fue diseñada como la clave del arco constitucional y que en realidad es una sucursal de la trastienda de los partidos políticos.

Es muy probable que el problema no tenga solución porque, por razones obvias, no cabe imaginar que los pacíficos y melifluos magistrados del TC tengan arrestos para presentar una irrevocable dimisión en bloque o para dar, en fin, la campanada que requiere su ya irresoluble decadencia. En cualquier caso, ellos tendrán que cargar con la responsabilidad principal de haber causado por omisión un daño irreparable al régimen político. Tomamos nota de sus nombres para esculpirlos en la picota del oprobio democrático para toda la posteridad.