CALLE PORVERA

La odisea diaria

Cada día me levanto con una incertidumbre que me reconcome por dentro mientras devoro a toda prisa la tostada con aceite y jamón ibérico (ésa no la perdono por mucha incertidumbre que me entre). Termino de desayunar con mi taza del pato Donald que se cae patinando, miro el reloj de forma insistente y cojo el bolso del día anterior sin comprobar siquiera lo que hay dentro. Cuando me monto en el coche, esa sensación se convierte en impaciencia por llegar cuanto antes al centro: ¿Aparcaré hoy? es mi pregunta inquietante.

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Y es que cada vez es más complicado encontrar un huequito pequeñito pequeñito pequeñito en el que poder disfrutar de ese privilegio de pagar 1,60 euros por dos dulces horas de estancia. Los expendedores de tickets (deberían llamarlos con el término inverso de engullidores de euros) ya hasta me saludan cuando ven que me acerco con las moneditas de costumbre, porque ésa es otra; cuando tienes la suerte de aparcar debes disponer de las divisiones monetarias justas porque el cacharrito, que es tan listo, no devuelve cambio. Y no está la cosa para retar a los controladores del O. R. A.

Total, a lo que iba desde el principio aunque no lo parezca: el pasado jueves (víspera de festivo, es importante decirlo) tardé una hora y cinco minutos de reloj en aparcar a media mañana. Bueno, de hecho, al final, mi pobre coche recalentado (tuve que pararme por temor a que empezara a echar humo cual chimenea en enero) acabó en el subterráneo donde me cobraron más de tres euros por menos de dos horas. Y todo eso, encima, sin escuchar otra cosa que el tráfico: ¿Jooo, sigo con la radio estropeada!