Crónicas de Pegoland

Vituperio del perol

Esa costumbre de reencuentro con la parte más incómoda de la existencia

Una familia disfruta de un día de perol Valerio Merino
Rafael Ruiz

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De todas las cordobesas costumbres, la que peor llevo —y disculpen que saque el tema hoy, precisamente hoy— es la del perol. En contra de los defensores de la más democrática de las formas de comer—ya saben: «cuchará» y paso atrás —, eso de plantarme en vete a saber dónde con la furgona llena de botellines de Cruzcampo, la sartén, la trébede («estrébedes», traduzco), la leña, las sardinas, los avíos del arroz y cinco bolsas de hielo para los cubalibres me genera ansiedad de solo pensarlo.

Una cosa es ir a un sitio civilizado, que suelen coincidir los que tienen el aseo de obra , y otra montar el campamento en medio de la nada dedicado a la golosa actividad de ponerse hasta las trancas con todo aquello, sólido o líquido, que se encuentre a mano. Una cosa es salir al campo a dar una vuelta — breve, por supuesto — a disfrutar del aire limpio (que en exceso cansa) y otra pasar el día con los niños, las suegras o los cuñados si los hubiere en una competición por ver quién se hinca más cervezas antes de que den las diez de la mañana y quién llega a los espirituosos sin hablar idioma kosovar del mismo Kosovo.

Seamos sensatos. ¿Quién desayuna sardinas? De la liturgia del perol, lo que siempre me ha sorprendido es esa capacidad de dedicarse un día completo a la molienda del bolo alimenticio mientras se intenta que los niños no se despeñen barranco abajo. Vale que hay auténticos profesionales de la cosa pero el torrezno, los huevos fritos, el vamos a tener que ir poniendo el chorizo o el «niño, esas chuletas, que no vayan de vuelta» debe cansar al más pinturero. Y, como colofón, ese arroz — caldoso, por supuesto — a las cinco de la tarde cuando lo que quiere uno es salir corriendo, sufrir una sobredosis de Almax, que lo dejen tranquilo a uno en su casa en un sitio limpio, sin charcos. Yermo, pero higiénico. Pero la cosa sigue y así llega uno a casa a las tantas, oliendo a humo, con los zapatos hechos una costra de barro, de mal café. Diciendo que no, que este es el último. Que se acabó. Como con las bodas . 

El Ayuntamiento ha montado este año perolódromo en El Arenal para que la gente no se vaya a Los Villares dado el riesgo de incendio. Pone la leña y los aseos portátiles, cosa que convierte al alcalde Bellido en cooperador necesario del asunto. Pero fíjense cómo es esta cosa, que seguro que un montón de gente decide plantarse en un páramo con las sardinas porque la filosofía del perol, y ahí es donde va este discurso de vituperio, no consiste en pasarlo bien sino más bien al contrario. Resulta un reencuentro con las incomodidades , una deserción de esa momento evolucionado de la civilización humana en el que alguien inventó una silla, una mesa, los cubiertos y el papel higiénico. Un redescubrimiento de esa parte del ser humano que considera que lo agreste es bello frente a la dura realidad de que el campo solo mola si está alicatado .

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