PASAR EL RATO

A mis soledades voy

Más de 54.000 personas mayores de 65 años viven en sus casas solas. Demasiada gente si en eso consiste la soledad

Una mujer de edad avanzada espera sola en un paso de peatones con bolsas de la compra IGNACIO GIL
José Javier Amorós

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EL pretexto de hoy es un reportaje de Rafael A. Aguilar en este periódico, sobre la vejez y la soledad en Córdoba. Un reportaje lleno de fuerza y de datos, que a los más jóvenes nos deja en el alma frío y oscuridad, como en un sótano. Más de 54.000 personas mayores de 65 años viven en Córdoba sin compañía, únicas en sus casas. Algunas tienen perro que les ladre. Demasiada gente sola, si en eso consiste la soledad.

Situar, hoy, en 65 años la puerta de entrada a la vejez es una referencia administrativa, más que biológica y psicológica. Envejecer es haber perdido la esperanza, creer que ya no se está a tiempo, que ya no tenemos papel en el gran teatro del mundo. Se envejece cuando no se tiene nada que hacer porque no se quiere hacer nada. Morir es estar inactivo. En esto de la edad, tiene escrito uno, el cuerpo va por un lado y la cabeza y el corazón por otro. Del mismo modo que la juventud es la escucha del mundo, la vejez es la escucha de sí, la frecuentación obsesiva de nuestros órganos, que sentimos que se apagan como la llama de un fósforo barato. Pero si la llama se va a apagar en todo caso, es más provechoso que el final nos pille contemplando el mar y no nuestra próstata exangüe. A medida que vuelvo a la infancia, me gusta escribir de estas cosas de la edad, para no perder la perspectiva de la muerte. Y sobre todo, para no perder la perspectiva de la vida. Yo no soy viejo, joven, sólo tengo algunas piezas más desgastadas que las suyas. La vejez no tiene edad.

Le parece a uno que no hay que confundir la soledad —«el vacío del alma que está sin alma», en copla memorable del «descallejerado» José María Pemán» con la falta de ayuda cuando no podemos valernos por nosotros mismos. La soledad no consiste en la carencia de compañía, sino de pensamiento. Se está solo cuando uno no tiene nada que decirse. «A mis soledades voy, / de mis soledades vengo, / porque para andar conmigo / me bastan mis pensamientos». Así comienza Lope de Vega un romance celebérrimo. Cierto que también estamos solos cuando no existimos para los otros. Cuando «no nos echan cuentas», como decimos en nuestra filosofía coloquial. Si no contamos para nadie, que es tan difícil, estamos solos. ¿Quién me necesita? ¿Quién me ama? Pero si no podemos o no sabemos pensar por nuestra cuenta, estamos muertos, aunque cobremos un sueldo de diputado. Se puede estar muerto durante toda la vida sin que uno se dé cuenta. De la soledad, en cambio, se sale y se entra por el pensamiento. Educar para la soledad es enseñar a pensar por uno mismo. Hay que llegar a la soledad con mucho pensamiento acumulado, para hacerla confortable.

Mercedes, una cordobesa de Cañero –otro «descallejerado», vaya por Dios, qué artículo tan incorrecto-, sola en su casa desde hace más de treinta años, le confía al periodista la conformidad con su suerte. Eso es respetarse. Lleva bien la soledad, dice, lo que significa que la lleva con la cabeza. Tiene la compañía de su perra y la conversación de su vecina. Peor está Puigdemont.

Tal como va el mundo, a veces pienso que me convendría poner en práctica el «De vita beata» de Jaime Gil de Biedma: «No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia».

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