La Graílla

Camisa de fuerza

Al entrar en los Patios hay que atarse las manos a la espalda y resistir el canto del telefonito que insiste desde un rincón

Visitantes en el patio de Agustín Moreno, 43 Valerio Merino
Luis Miranda

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Las camisas de fuerza que aparecían en los tebeos de aquel niño que hoy escribe ya no se utilizan para inmovilizar a quienes padecen enfermedades mentales y que así no hagan daño a los demás ni a sí mismos. La Psiquiatría evolucionó o degeneró, que en esto hay opiniones, y dejó de usarse aquella prenda que ataba la manos a la espalda y que llevaba aquel camarero que enloqueció después de ver en un crucero y en un hotel a un toro de lidia que Mortadelo y Filemón no acertaban a atrapar.

La fiesta de los Patios de Córdoba , que ahora llega hasta el mar de su final después de muchos días regando con fecundidad a quienes la atraviesan, tendría que recomendar la camisa de fuerza voluntaria para poder beberse hasta las heces y conocerse en la profundidad de una entraña que va más allá de la perfección de los pétalos y de las preguntas de alienígena.

Sería una camisa de fuerza que uno se pone feliz para no ser como aquella mujer que la otra mañana se negaba a entrar a un patio que prohibía a sus visitantes que hiciesen fotografías o grabasen. Si los dueños tenían la libertad de poner las normas en su propia casa, ella también actuaba con la voluntad de no ir donde no pudiera sacar el teléfono para perderse por su pantalla lo que es mucho mejor ver con los propios ojos y disfrutar con algo que está más allá de los sentidos.

Como ella hay muchos que hacen cola para usar felices los dispositivos donde les dejan, posar en el lugar en que puedan chafar la delicada perfección de unas hortensias y apartar unos pétalos recién salidos como si fuesen de plástico porque la fotografía tiene que ser en ese ángulo, y no en otro. Para conocer el canto de las sirenas que seducían a todo el que las escuchaba, Ulises pidió a sus hombres que lo ataran al palo mayor del barco, y aún así ellos tuvieron que ponerse cera en los oídos para no oír ni la música ni los gritos del rey de Ítaca que pedía acudir al lugar del que venían las voces embrigadoras .

Como él, al entrar en los Patios hay que atarse las manos a la espalda, resistir el canto del telefonito que insiste desde un rincón de la cabeza y pensar que los dedos están congelados en unos guantes de boxeo. El que lo haga sabrá que sin que se dé cuenta se le atará la lengua y pasará por la casa que le han abierto con toda generosidad sin tocar y percibiendo aquello que no está a la vista de los que hacen fotos.

Verá las flores y el mimo con que se quitaron las que se habían secado, encontrará en las galerías el eco de las noches de conversación de verano, sabrá qué hace distinta al agua que sube de los pozos a los que tantos se asoman, escuchará el crujir de las vigas antiguas, catará el olor de los pucheros de cuando decir que una comida estaba al fuego no era una metáfora, probará el chorro de zumo de los limones que provocan orondos desde los árboles. Tan real como unas manos atadas a la espalda y tan frágil como un cristal tallado al golpe de viento de un móvil que se saca.

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