Rafael González - La cera que arde

El cártel

En el arte, las cosas pueden gustar o no, pero merecen siempre un respeto

Rafael González
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Si algunos esperaban que escribiese hoy sobre el nuevo cartel de las fiestas de mayo, esperaban bien. Y digo lo siguiente: que si me gusta o no en realidad no es importante. Los críticos de arte ya están en las redes sociales y han dado su veredicto. De hecho, estamos rodeados de lo que en lengua anglosajona se llama «influencers», que son gente que quieren influir mucho porque en su casa influyen lo que diga su señora. O su jefe. He visto algunos «influencers» que incluso en su perfil añaden la coletilla «oficial», como los artistas musiqueros o Donald Trump. Desconocemos a quienes han empatado estos opinadores o cazadores de tendencias, pero a algunos los he tratado personalmente y hablan con faltas de ortografía, por lo que deduzco que, además, de arte saben poco.

En cualquier caso, un cartel público pagado con dinero público pues corre el riesgo, y la obligación, de someterse al juicio del respetable contribuyente.

No voy a entrar si la señora-modelo del anuncio parece triste, de regreso del botellón o tiene unos vaqueros lavados a la piedra o elásticos. Me parece meritorio que el artista haya utilizado a su propia esposa de modelo habida cuenta la que le está cayendo: ese matrimonio es sólido, claramente. Pero al margen de los gustos también está la mala baba del que no ha cogido un lápiz en su vida. En el arte, las cosas pueden gustar o no, pero merecen siempre un respeto. Y estoy leyendo cosas que asustan.

Los cordobeses, en general, saben un montón de muchas cosas. Sabemos. De arte y tradición también, por supuesto. Un cartel de mayo tiene que tener sus flores, sus macetas, su poquito de Julio Romero, su mujer cordobesa, sus pijotas y su perol, algún peñista, dos costaleros, tres mantillas, un rociero con medalla, un balcón con rejas, unas rejas con balcón, una taza de caracoles con salsa barbacoa -aquí no importa innovar- , un abonado del Córdoba en el exilio, una foto de la parcela y un flamenquín. Todo lo que sea salirse de estos cánones de belleza es enfrentarse al cártel califal. El cártel califal es el que se reunió en el 2004 en la plaza de las Doblas a dedicarle un minuto de risa al conjunto escultórico sobre Juan de Mesa que tan magistralmente había creado Belmonte. En ese momento el cártel califal estaba formado por intelectuales y políticos de un altísimo gusto estético y repartidores de cánones artísticos. No había entonces redes sociales, afortunadamente, pero fuimos noticia porque ninguna ciudad del mundo había sometido a tal escarnio humorístico-intelectual a un artista local ni foráneo.

Ahora, el cártel califal está formado por los mismos que lloran pero cobran, que critican pero no hacen, que comparan pero no se miran a sí mismos. Es el mismo cártel que calla antes tantas tropelías y mangurrias públicas, abrazan a los líderes de quita y pon y se dan golpes de pecho y zancadillean al prójimo.

El cartel puede ser horroroso o no, puede ser rompedor o continuista con la serie de terror que se inauguró con la niña de las burbujas, pero no seré yo el que colabore con el cártel califal de listos sin fronteras.

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