Rosa Belmonte

España, vista por Freud

80 años después del comienzo de la Guerra Civil, seguimos partidos por la mitad, como en la canción de Lola Flores

Rosa Belmonte
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Dalí siempre quiso conocer a Freud. Cuando «La interpretación de los sueños» fue traducida al español en 1922, el pintor se obsesionó. Tuvo tres intentos fallidos en Viena. La historia la contó muy bien Craig Brown. En junio de 1938 estaba comiendo caracoles en un restaurante de París cuando vio en un periódico que el fundador del psicoanálisis estaba en París de camino a Londres (huyendo de los nazis). Dalí miró su plato y pensó que el cráneo de Freud era un caracol. Volvió a buscar una cita. Habló con el surrealista Edward James (con Dalí propuso a Buñuel comprar un bombardero para la Guerra Civil a cambio del préstamo de varios cuadros del Prado con el fin de exhibirlos por el mundo y recaudar fondos para los republicanos.

Buñuel, al que James suponía mano con el Gobierno, rechazó la idea). Sí tuvo éxito Edward James contactando con Stefan Zweig, admirador de Dalí y amigo de Freud. Tras escribirle tres cartas, el encuentro tuvo lugar el 19 de julio de 1938 en la primera casa de Freud en Londres, cerca de Primrose Hill. Cuando llegó con Edward James y Stefan Zweig, Dalí vio un caracol en una bicicleta apoyada contra la verja.

Freud tenía 82 años, se moría de un cáncer de mandíbula y estaba sordo. Dijo poco a Dalí y Dalí no hablaba ni inglés ni alemán. «Nos devoramos con los ojos», resumió el pintor como si fuera Rocío Jurado. Dalí le enseñó la «Metamorfosis de Narciso», que llevaba encima. Al día siguiente, Freud confió a Zweig: «Hasta ahora creía que los surrealistas, que me han adoptado como su santo patrón, estaban locos al 100 por cien o compuestos de alcohol al 95 por ciento. Este joven español fanático me ha hecho reconsiderar la idea. Sería interesante explorar analíticamente el desarrollo de una pintura como esta». El día antes, mientras Zweig y James hablaban con Freud, Dalí lo retrataba en su cuaderno como si fuera un caracol. Zweig hizo lo posible para que Freud no lo viera. Por si le daba un paparajote.

El domingo, mi amiga Emilia Landaluce y Ana María Ortiz publicaron en su periódico un reportaje que reunía a hijos y nietos de los generales que se enfrentaron en la Guerra Civil española. «Los hijos de la reconciliación» se titulaba. Enrique Líster hijo decía: «Las trincheras de la Guerra Civil española están cerradas y bien cerradas y no hay por qué intentar abrirlas de nuevo». Ese era el espíritu del encuentro entre los diez (los cinco de cada bando que se citaron). Lo sorprendente fueron las reacciones. Los elogios a la pieza sólo venían de un lado (el nacional renovado, supongo). Los comentarios en la web y en Twitter mandaban a las autoras a alguna fosa.

El lunes 18 de julio, La 2 emitió «El santuario no se rinde» (si algo hay que agradecer a «Historia de nuestro cine» es que su repaso es de todo el cine español). Cómo se han puesto algunos. Con lo mala que es. Con lo buen mozo que estaba Alfredo Mayo. Ayer, que se cumplían 80 años del «No pasarán» de la Pasionaria en el Ministerio de Gobernación, pensé que se trata de uno de esos acontecimientos a los que me habría gustado asistir (pero como en «Outlander», volviendo). Igual que me habría gustado estar en el discurso de Lincoln en Gettysburg, en el concierto de Epidauro de María Callas o el día que Lola Flores perdió el pendiente en lo de Íñigo antes de ponerse a cantar «El partido por la mitad». Partidos por la mitad seguimos.

Vuelvo al encuentro entre Dalí y Freud. El neurólogo se acercó a Edward James y le susurró en alemán: «Este chico parece un fanático. No es de extrañar que tengan una guerra civil en España si allí son así».

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