Partidarios de Erdogan en la manifestación del pasado domingo en la ciudad alemana de Colonia
Partidarios de Erdogan en la manifestación del pasado domingo en la ciudad alemana de Colonia - REUTERS

Turquía, el aliado consentido

Europeos y norteamericanos sopesan sus razones para «no enfadar» al régimen de Ankara, pese a la represión de la disidencia tras el intento de golpe militar

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Ninguna capital occidental ha escatimado críticas al régimen de Erdogan por la deriva autoritaria de su gobierno, ni por la desmesura en la respuesta al intento de golpe de Estado. Pero las relaciones de Europa y Estados Unidos con Ankara resistirán la prueba. Otras más duras del pasado –la invasión turca de Chipre en 1974, y varios golpes militares concluidos con éxito– fueron superadas después de sopesar los intereses en juego.

El más evidente es el vínculo trasatántico. Turquía forma parte de la OTAN desde 1952. Durante la Guerra Fría, el territorio turco fue barrera de contención frente a la Unión Soviética en el flanco sur. La península de Anatolia cuenta con varias bases aliadas, en particular la terrestre de Izmir, y la área de Incirlik, clave para las intervenciones militares de Estados Unidos en la región desde el 11 de Septiembre.

Es un buen pacto para todos. Washington se beneficia de esa plataforma en una región clave para los recursos energéticos mundiales –y ahora para la lucha contra el terrorismo islamista–; y Ankara obtiene como contrapartida un seguro frente a rivales incómodos, en especial frente a la permanente amenaza kurda de crear su propio Estado con un buen pellizco del turco.

Turquía representa, además, para los países europeos un formidable mercado de casi 80 millones, y una economía con un alto ritmo de crecimiento hasta fechas muy recientes. Todos quieren hacer negocios en Anatolia, en particular los británicos, principales valedores de la candidatura turca a la Unión Europea (al menos hasta que votaron marcharse).

Francia tiene razones internas de peso para mostrarse como la más escéptica y combativa hacia el régimen de Ankara, sin llevar su hostilidad demasiado lejos. Alemania en cambio opta por el equilibrio, también por consideraciones internas. La fortísima presencia de trabajadores turcos (los 2,6 millones de «gastarbeiter») convierte a Alemania en un microclima de las tensiones que desgarran Turquía, por la rivalidad entre islamistas, laicos y la perseguida minoría kurda. Los primeros trabajadores turcos no cualificados llegaron al país en los años 60, y no aprendieron el alemán ni se integraron; sus hijos aprendieron el idioma, pero están lejos de sentirse identificados con Alemania.

Está por último el pacto sobre los refugiados. Europa pretende salvarlo porque –aunque el intercambio acordado vaya lento– al menos se ha reducido notablemente el flujo de refugiados sirios procedente de Turquía. Ankara es consciente de ese nuevo punto débil de los europeos, y amenaza con romper el pacto cada vez que uno de sus dirigentes se extralimita en las críticas. Turquía no admite que ningún aliado se exalte, porque ese es el atributo de su líder, Erdogan, el hombre de cabeza fría y de boca caliente.

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