Una rosa asoma en el cristal de la terraza de Compotoir Voltaire, atravesada por las balas
Una rosa asoma en el cristal de la terraza de Compotoir Voltaire, atravesada por las balas - A.S.MOYA

«Je suis Paris», treinta días después

El pasado 13 de noviembre París vivió su noche más negra tras una cadena de ataques yihadistas que costaron la vida a más de 130 personas. Hoy, 13 de diciembre, la ciudad trata de volver a la normalidad

- PARÍS Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

13 de noviembre. 21.30 horas. Annick disfruta de una agradable noche de viernes en la terraza del café Grisette, en pleno corazón del bullicioso barrio de Le Marais. La brisa del Canal Saint-Martin sumerge la velada en algo mágico, inherente al fugaz trasiego de individuos que deambulan de aquí para allá sin más pretensión que la de suspender el tiempo. Esclavos de ese mal endémico llamado inmediatez, tan fácilmente reconocible en casi cualquier devenir de casi cualquier gran ciudad, es la llegada del ansiado fin de semana lo que ralentiza el compás rutinario en pro del escape. En pro de un desahogo que está a punto de saltar por los aires.

Cinco minutos antes, la segunda célula yihadista que hace hoy 30 días sembró de muerte París ejecuta un primer tiroteo que acaba con la vida de 15 personas.

Las terrazas del populoso restaurante Le Carrillon y del coqueto Le Petit Cambodge, a solo una manzana del trago de 'vin blanche' que Annick paladea, se convierten en el trágico detonante de una carrera suicida que no tardará en pasar delante de sus ojos. Apenas veinte metros separan al café Grisette del café Bonne Bière y la pizzería Cosa Nostra, siguiente parada de la masacre. Cinco muertos y un vacío lleno de desolación. «Todos los días vengo a este café, nada más oír los disparos bajaron las verjas y nos refugiamos en el sótano», recuerda, sin cejar en su empeño por comunicarse en español.

Vista desde el café Grissete. Al fondo de la imagen, la terraza del café Bonne Bière
Vista desde el café Grissete. Al fondo de la imagen, la terraza del café Bonne Bière

A pesar de la presencia militar y el refuerzo policial, coincidiendo además con la llegada de la Cumbre del Clima que desde hace dos semanas se ha venido celebrando en la capital francesa, no cree haber tanta diferencia de seguridad antes y después de los atentados. Mientras sus palabras pronuncian «me siento segura», su rostro refleja la incertidumbre de quien no tiene más remedio que mirar hacia delante. A las puertas de la tragedia, los retazos del santuario de flores y velas que hace días fue retirado dejan claro que la vida no espera a la memoria. Annick lo sabe y por eso no tiene dudas de que el café Grisette seguirá siendo un remanso de normalidad, más si cabe con la emotiva reapertura del café Bonne Bière el pasado 4 de diciembre.

Nada más salir de la parada de metro de Charonne, una de tantas en la infinidad del Boulevard Voltaire, Mariel se cruza en el camino. Nacida en París mediado el pasado siglo, apunta que este, su barrio de toda la vida, no ha cambiado mucho tras vivir trece años en Israel. Tampoco tiene miedo, pero reconoce que no es a ella sino a la juventud, a la tristemente denominada generación Bataclan, a quien hay que preguntar. Aunque vive cerca del restaurante La Belle Équipe, tercer enclave donde los yihadistas dejaron 19 muertos, tuvo la suerte de estar a la hora 'D' del día 'H' enfrente de su televisor. «Ví todo por la tele, no me lo podía creer. Estaba sucediendo aquí, fue horrible».

Durante dos semanas, la terraza de La Belle Equipe vistió así en homenaje a las víctimas
Durante dos semanas, la terraza de La Belle Equipe vistió así en homenaje a las víctimas

Al albor de la Place de la Nation se levanta el restaurante Le Comptoir, último punto atacado por los mismos sujetos que a bordo de un Seat León negro, emprendieron desde allí la huida hacia el sur. A las 21.43 horas Ibrahim Abdeslam, hermano del fugitivo Salah Abdeslam, decidió inmolarse en la calle de entrada al establecimiento. Esta vez, por suerte, no hubo más víctimas que la del propio kamikaze. Varias rosas taponan los agujeros que las balas perpetraron en el cristal de un escaparate, al que dos o tres carteles acompañan bajo la inscripción de «terrasse chaufee».

Mientras el reguero de muerte se alejaba dirección Montreuil, otro comando integrado por Ismael Omar Mostefai, Samy Amimour y el recientemente identificado Foued Mohamed-Aggad penetraba a cara descubierta y armados con fusiles de asalto al interior de la sala Bataclan, donde cerca de 1.500 personas asistían al concierto de la banda de rock Eagles of Death Metal. La escena, de una violencia extrema, duró «entre diez y quince minutos», en los que el público y el personal del establecimiento entraron en pánico, corriendo de un lado a otro en busca de una salida, relataba días después a la cadena «Europe 1» el periodista Julien Pierce, testigo de la matanza.

Varios policiías hacen guardia en la sala Bataclan, bajo el cartel de los Eagles
Varios policiías hacen guardia en la sala Bataclan, bajo el cartel de los Eagles

En el número 50 del Boulevard Voltaire, entre las paradas de metro de Oberkampf y Rèpublique, todavía sigue en pie el cartel que anunciaba la actuación del grupo californiano. «NOUS PRODUCTIONS PRESENTES EAGLES OF DEATH METAL», reza el letrero del emblemático templo del rock parisino. El 8 de diciembre, sus integrantes —que escaparon ilesos del atentado— , regresaron para depositar un ramo de flores frente al simbólico local. El tributo se produjo un día después de que la banda subiera por primera vez a un escenario desde la fatídica fecha. Y lo hicieron en el AccorHotels Arena de París, vestidos de blanco inmaculado, como invitados del grupo irlandés U2, con quienes tocaron el legendario tema de Patti Smith «People have the power» ante 16.000 personas.

Un precinto separa la puerta del callejón por donde varios supervivientes lograron escapar. Las marcas de bala siguen ahí, inalterables, numeradas con tiza, 38, 39,... envueltas de silencio. El silencio lo embriaga todo. En todo este tiempo, miles de personas han peregrinado a Bataclan para rendir su particular tributo a las más de 90 personas que allí perecieron. Enfrente del portón lateral, varios estudiantes de una academia de negocios aprovechan el descanso entre clase y clase para fumar un cigarro. Apenas hablan. El profesor sale en su búsqueda, apuran las últimas caladas y pasan dentro sin creer del todo que están a tres pasos de la entrada al horror.

Imagen del callejón lateral por donde escaparon varios supervivientes de la sala Bataclan
Imagen del callejón lateral por donde escaparon varios supervivientes de la sala Bataclan

«Gracias por estar aquí, ahora es cuando más falta hace que venga gente de fuera», habla Franck, un vecino de la rue Alibert, a escasos 30 metros de Le Carrillon y Le Petit Cambodge. El día del tiroteo llegó solo media hora después al apartamento, una de esas casualidades que recordará siempre.«En los 25 años que llevo viviendo en mi barrio, nunca he visto algo así. Aquello era el horror», expresa con brevedad, al tiempo que hace las veces de guía por las vías adyacentes.

En Le Marais se respira normalidad. Una normalidad que inquieta, cuando precisamente, lo normal es que la vida se escriba a bandazos de ruido, arte y calle. Ahora, nada más pasar la puerta de un comercio, te piden que enseñes el bolso o la mochila. No es para menos, después de lo vivido. París huele a chapa y pintura. París se asemeja a la carrocería de un coche que lucha día a día por vestir de perfección un motor dañado. «París no es esto, París es otra cosa», exclama Franck. París, el París que nunca quiso ser «Je suis Paris», es hoy treinta días más viejo.

Ver los comentarios