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Lola Flores

El trono de La Faraona lleva ya veinte años vacío

El próximo sábado se cumple un nuevo aniversario de la muerte de la más grande de las folclóricas españolas. Fue mujer fatal, madre amantísima y pionera de las exclusivas

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Eran las cinco menos veinte de la madrugada del 16 de mayo de 1995 cuando el corazón de Lola Flores dejó de latir en Madrid. Tenía 72 años y el coraje de vivir agotado de tanto uso. Un cáncer sobrellevado tozudamente desde que en 1972 le detectaron un quiste sospechoso consiguió superar las últimas defensas del organismo de aquella aguerrida mujer de una pieza, aunque a la enfermedad le costara lo suyo doblar el pulso a La Faraona.

Han pasado ya veinte años de esa muerte, de las largas colas en el Centro Cultural de la Villa para rendir tributo a la artista de cuerpo presente, del luto nacional… Y el trono inmaterial de la jerezana continúa vacío. Ya sé que es una fórmula para expresar una sensación y que ningún sitial aguarda a una heredera que merezca ocuparlo. Tampoco Lola pretendió nunca sentar sus morenos reales en sillón tan elevado; todos sabemos que le habría bastado con ser marquesa.

Abusamos con frecuencia del calificativo de irrepetible para enfatizar la relevancia de personas o acontecimientos de medio pelo. Las palabras destiñen y pierden eficacia con su empleo caprichoso. Pero irrepetible, con toda su significación intacta, es el vocablo perfecto para referirse a Lola. Nadie posee hoy su espontaneidad arrolladora, su afinadísima intuición, su complejidad. Nadie ostenta en nuestros días esa capacidad tan característica para el exceso sustentada en un farallón de autenticidad. No exagero si digo que fue una mujer que se inventó a sí misma; desde unos orígenes muy humildes, a golpe de puro esfuerzo y talento, y de aprovechar cualquier rendija para colarse por ella, logró ser conocida y aclamada en medio mundo.

Como escribió Terenci Moix, «sobre el escenario era un terremoto incandescente, un jaleo rebelde, un derrame constante». Y en la vida fue un poco igual. Si el mundo del espectáculo, incluso en tiempos de rigor tridentino, se asocia con cierto desahogo de costumbres, Lola fue en su época un caso aparte. Ninguna figura de los años 40 y 50 vivió tan abiertamente una sucesión explícita de amoríos como ella lo hizo. Flamencos, futbolistas, toreros, cineastas y algunos componentes de otros gremios compartieron su intimidad, y así lo reconoció en sus memorias. No reprimió el caudal de sus deseos y que, cuando pudo y quiso, se entregó al amor sin concesiones. Pero hay que añadir también que, llegado el momento, fue una madre amantísima que defendió con celo de loba a sus cachorros, y convirtió la piña familiar en un Camelot con faralaes.

Exclusivas

Hoy se menciona como fama -¡qué ínfulas!- la pasajera popularidad de cualquier zángano/a frescachón sin oficio ni beneficio, cutre e insustancial carne de reality que se expende en los establecimientos del ramo como si fuera de buey de Kobe. Lola fue pionera en el chalaneo de su privacidad, una de las primeras personas famosas -ella sí lo era de verdad- que cobraron por las denominadas exclusivas. Ignoro cómo habría encajado en un mundo de exhibicionismo en abierto, polémicas fofas y falsas broncas para la galería. Seguramente, decidiera lo que decidiera, no habría tenido rival y su astucia le habría hecho sacar provecho de ese universo gaseoso, un paso más allá del estado de liquidez contemporánea acuñado por Zygmunt Bauman.

Sin ánimo de trazar un perfil biográfico, tal vez cupiera enumerar algún dato de su peripecia vital en este momento de balance por aniversario. Les contaré que Lola Flores nació en Jerez de la Frontera el 21 enero de 1923, fecha que figura en la partida de nacimiento y permite encajar los acontecimientos biográficos y los artísticos con armonía cronológica. En julio de 1942 logró un triunfo notable en el madrileño teatro Fontalba, donde era artista de relleno en el espectáculo «Cabalgata»; interpretó su emblemático «Lerele» en una función benéfica; su actuación fue saludada con alborozo por la crítica. El 18 de febrero de 1944 se estrenó en el Teatro de la Zarzuela «Zambra», su primer espectáculo junto a Manolo Caracol; la pareja se haría legendaria. Después de romper su unión artística (y algo más) con el cantaor y firmar un contrato de seis millones de pesetas de la época con Cesáreo González, el 23 de abril de 1952 viajó a México para su primera gira americana; la leyenda de La Faraona alzaba el vuelo.

El 27 de octubre de 1957 se casó en el monasterio del Escorial con Antonio González Batista, guitarrista barcelonés conocido como «el Pescaílla». El 6 de mayo de 1958 nació su primogénita, Lolita; el 14 de noviembre de 1961 vino al mundo su hijo Antonio, y el 4 de noviembre de 1963, Rosario.

El 14 de septiembre de 1983 el semanario «Interviú» publicó en portada una foto de Lola Flores con el pecho al descubierto, anticipo del amplio reportaje gráfico de páginas interiores (se dice que «posado robado» en jerga profesional); la tirada de la revista superó el millón de ejemplares. De marzo de 1987 hasta 1991, cuando se dictó la sentencia definitiva que la condenaba por delitos contra la Hacienda Pública, Lola Flores vivió un calvario judicial por problemas con el fisco.

Algún dato, un puñado de cifras que ayuda a encajar el sudoku de una vida, aunque no la explique. Lo vivido se escapa por el dobladillo de las palabras, y más si se ha hecho a tope. Aunque Lola Flores se apagó hace dos décadas, su recuerdo persiste.

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