Antonio Lázaro - ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA

Don Antonio y yo

«En todas sus obras retrató con lucidez y hondura el alma del ser humano»

Antonio Lázaro
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Nunca llegué a hablar personalmente con Antonio Buero Vallejo, con don Antonio. Lo divisé unas cuantas veces, allá por los años ochenta y primeros noventa, sentado en el café Gijón, solitario, mayor y elegante, con un toque anglosajón que acaso propiciaran su perenne cachimba y su perfil de rapaz cordial, con ese cierto aire a ex-aviador de la RAF. A algunos de los que compartían tertulia conmigo por aquel entonces, parecía no caerles bien, lo veían algo distante y engreído, aparte de nada actual, pasado, demodé. A poco que rascaras, veías que lo que subyacía era ese perenne mal hispánico, la envidia. Don Antonio, en mi opinión, fue absolutamente moderno desde Historia de una escalera a Misión al pueblo desierto: en todas sus obras retrató con lucidez y hondura el drama de ser humano, tantas veces colindante con la tragedia.

En todas ellas, revitalizó la crítica teatral y atrajo el fervor del público.

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Como entonces decíamos, nunca osé entrarle a don Antonio. Me limitaba a mirarlo y admirarlo de lejos, a hurtadillas. Y es que ya lo había hecho, por carta, una década antes, allá por el año 78 del siglo pasado. Y fue un contacto tan fructífero para mí, tan entrañable, que lo conservo como un tesoro porque ha alimentado y sigue alimentando mi vocación y mi praxis literaria: la dedicación a este bendito mal misterioso de las Letras.

Le había mandado uno de mis primeros libros, la colección de relatos Sueños del Bosque. Y de su puño y letra, el gran maestro de nuestro teatro contemporáneo, junto con Valle, Lorca y otro castellano-manchego genial que nos ha dejado este año, Paco Nieva, me escribió una cariñosa y aleccionadora misiva que en este año de su centenario que ahora acaba quiero compartir con los lectores de esta columna. Más allá del protocolo educado pero fácil, don Antonio, con alguna tachadura, con pasión y generosidad de capitán oh mi capitán, mostraba haber leído el libro del escritor neófito y lo animaba a seguir explorando el fantástico: un género que a él también le había inclinado a la Literatura, fascinándolo «desde niño y muchacho». Un género que subyace a sus ficciones teatrales, cómodamente tildadas de realistas, pero en las que siempre hay un recurso, un mecanismo de cuestionamiento y desvelamiento de la realidad, un artefacto fantástico.

En mi novela de próxima aparición Los años dorados le rindo un pequeño homenaje al gran maestro guadalajareño del barrio de Salamanca, al que por cierto tuve el gusto y el honor de editar, póstumamente, en mi etapa de editor institucional con el libro Buero antes de Buero. Pero nunca podré agradecerle la energía que me inocularon y que me siguen proporcionando esos buenos augurios con los que me animaba a perseverar en el género, al que nunca he renunciado en ninguna de mis novelas por mucho que hubiera de enetretejerlo a veces en una trama de thriller de época (no me gusta la etiqueta novela histórica, creo que en general no es ni verdadera novela ni suficiente historiografía).

Si bien desoí su recomendación de no seguir a Lovecraft, que a él no le ganaba por su «demasiado desaforada fantasía», sí que leí y he releído a menudo La puerta en el muro de HG Wells, para don Antonio el mejor cuento de todos los tiempos. Para mí, desde luego, uno de los mejores.

Repensándolo, me veo entrando joven y saliendo mayor por ese agujero que ya no está en Londres sino en Madrid, recorriendo un parque fantástico en medio del asfalto con elementos de la Fuente del Berro y del Retiro, donde las panteras de la antigua Casa de Fieras venían a ronronear mansas y besuconas para enroscarse en las pantorrillas de los paseantes, mi abuelo Gabriel me invitaba a patatas fritas y el Ángel Caído había bajado del pedestal para brindar en el quiosco con su granizado de limón aromatizado con unas gotas de ginebra. Un parque en el que no había corredores en chándal porque pertenecía a un mundo en el que no había nada de lo que huir, ni siquiera de uno mismo.

Y luego, don Antonio me saludaba sonriente desde su cachimba perenne y subíamos a una barca y remábamos en un estanque que era y no era el del Retiro, y él me pedía que le contara las gemas de fantasía que había podido encontrar en todos estos años. Y yo le decía que a lo peor eran solo pedruscos, pero que seguiría buscando sin cesar verdaderas preciosas ficciones, que quizá un día o una noche hallaría una y que entonces volvería a traspasar la puerta en el muro para poder contársela y compartirla con él, capitán, oh mi capitán…

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