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La forja de David Bowie, un alienígena en Suburbia

Un año antes de morir, el cantante recorrió los parajes del Sur de Londres de su infancia, que lo marcaron toda su vida

CORRESPONSAL EN LONDRES Actualizado: Guardar
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Primero fue hippy donde no había ninguno. Luego se encarnó en alienígena glam y teatralizó la provocación. Más tarde lo apodaron el Duque Blanco, un dandy decadente, casi de cinta de Visconti, venerado como paradigma del glamur. Pero David Bowie fue también David Robert Jones, un autodidacta de clase obrera, vecino de los suburbios del Sur de Londres, donde vivió hasta los 22 años. Un muchacho temeroso de heredar la locura familiar, al que le volaron la cabeza Kerouac y Little Richard, llevándolo a proclamar en su escuela politécnica: «Ahora quiero ser Superman».

En 1991, un año antes de instalarse en Nueva York con su segunda mujer, la modelo somalí Imán, Bowie pasó por Brixton, la ciudad donde había nacido en enero de 1947 y vivió hasta los siete años.

«Aquello era Harlem», resumió ya de adulto, tal vez exagerando. En el paseo por Brixton lo acompañaba el guitarrista de su banda. Ha contado que en aquellas calles a Bowie, el niño Jones, se le empañaron los ojos y reconoció: «Es un milagro. Probablemente yo debería haber sido contable».

En 2014, sabedor de la cuenta atrás, el músico quiso enseñar los parajes de su infancia a Imán y a la hija adolescente de ambos, Alexandria. Les mostró la pequeña casa victoriana de Stansfield Road donde vino al mundo, estos días rodeada de peregrinos y flores. También las acercó a sus lugares de Beckenham y Bromley, las dos ciudades suburbiales a donde lo llevaron sus padres buscando una vida mejor.

Bucle de aburrimiento

Beckenham y Bromley, cuyos cascos rondan los 20.000 habitantes, son en realidad un continuo. Las separan siete kilómetros, salpicados de casitas residenciales. Unas son villas de cierto porte. Otras, adosados utilitarios y algunas, pisos sociales, pecados de la arquitectura racionalista. El centro de Londres está a solo 16 kilómetros, veinte minutos en tren. Pero llegas a otro planeta. Aupadas en sus respectivas colinas, todavía hoy parecen poblaciones ensimismadas, replegadas sobre su bucle de aburrimiento. Allí sigue la Iglesia aplomada donde Bowie cantó en el coro, con unos jardines a sus espaldas que se hacen llamar «Ornamentales», pero bien podrían decirse devorados. Desde su atalaya se divisa el horizonte verde y sin fin de la Suburbia londinense.

El padre de David venía de la Inglaterra del Norte. Huérfano, heredó una zapatería con la que se compró una compañía de teatro que quebró

Haywood Jones, el padre de David, venía de la Inglaterra del Norte y tenía un pasado entretenido. Huérfano, heredó una zapatería con la que se compró una compañía de teatro que quebró. Combatió en África y luego se empleó en la red de hospicios del Doctor Barnado, un filántropo irlandés. Haywood era jugador y copero y aportó una hija de un matrimonio previo. Bowie le quería bien. Siempre llevó al cuello una cruz que le entregó de adolescente.

A veces Haywood traía sorpresas de sus incursiones por Londres. En 1955, cuando David tenía ocho años y solo hacía dos que había desaparecido el racionamiento, apareció con un gramófono y discos de Chuck Berry, Fats Domino y Frankie Lymon. Pero el eureka del niño llegó con Little Richard y su «Tutti Frutti»: «Casi me arde la cabeza. Escuché a Dios».

Peggy Burns, la madre, era más complicada. Camarera y acomodadora en un cine, le gustaba cantar y bailar. Hasta fabulaba con ser artista. Había tenido dos niños en relaciones previas, una entregada a la inclusa. El otro fue Terry, el hermanastro mayor de Bowie, esquizofrénico, que se suicidó tras huir de una clínica y arrojarse a un tren. Peggy Burns trataba a David con una mezcla de excentricidad y represión.

Durante toda su vida, el músico siempre temió sucumbir a lo que en casa llamaban «la maldición de los Burns», que incluía a una tía lobotomizada. Ese caudal de angustia subterránea hace su obra inquietante/interesante. «La gente suele decir: “En mi casa están medio locos”. En la mía lo estaban realmente». La temperatura emocional del hogar familiar era cero. Un matrimonio de televisión hipnotizador y palabras magras.

El aburrimiento lleva a la introspección, que a su vez agudiza la mente. O al menos algo así provocaba Bromley. En su inmenso centro comercial, que comparte calle con grandes almacenes que son reliquias setenteras, un mural a la puerta de los baños recuerda a los hijos ilustres de la villa: el alabado primer ministro Pitt el Joven, Darwin, H. G. Wells y un ramillete de figuras pop, Billy Idol, Siouxie, Fatboy Slim, Peter Frampton, el batería de los Clash y el mayor de todos: Bowie.

Música y chicas

Se recuerda al niño David como educado y con un temprano uso instrumental de su guapura y encanto. A los 14 la escuela lo aburre. Ya solo hay música y chicas. A los 15, George Underwood, amigo y compañero de grupo musical, le parte la cara por intentar levantarle a su novia, Carol (con la que se dice que David perdió la virginidad). Le lega así el famoso ojo gris. En su honor cabe decir que mantuvo la amistad y lo contrató como diseñador de sus primeros discos.

Durante toda su vida, el músico siempre temió sucumbir a lo que en casa llamaban «la maldición de los Burns», que incluía a una tía lobotomizada

David se matricula en la politécnica local para estudiar dibujo industrial. Luego trabaja algo como auxiliar de oficina. Tienta el budismo con un lama que se extravió por Bromley (protagonista de la novela «El buda de los suburbios», de Kureishi, vecino también). Estudia mimo con Lindsay Kemp. Rueda como modelo un anuncio de helados con un chico que se llama Ridley Scott, quien sin saberlo está filmando a su primer alien. Se deja el pelo largo y en 1967 edita su primer disco, pero aún vive con sus padres.

En abril de 1969, a los 22, se hace inquilino de una periodista divorciada de 33 años y dos hijos, Mary Finnigan, que lo recibe con un: «¿Te apetece un té y un poco de tintura de cannabis?». Fiesta. Le cobra cinco libras por semana, que Bowie, que ya se hace llamar así, jamás le paga, porque se convierten en amantes. Juntos organizan en ese estío de 1969, dos años después del Verano Amor, los primeros festivales hippies de Beckenham. Crean también un «Lab Art» en Bromley y los domingos David ofrece espectaculares conciertos en el pub Three Tuns, de clásico estilo Tudor, pero ahora epicentro del futuro.

La casera, hoy una abuela de 77, cotillea que David «fue siempre heterosexual de corazón», un amante «cachondo y sexualmente sofisticado» y un «enorme trabajador». Pero David quema naves. Sin informar de nada a la casera-novia, instala en su habitación a una modelo estadounidense de 19 años, Angela Barnett, Angie, con la que se casará (para mal) en 1970. Angie le corta las greñas hippies, lo tiñe de pelirrojo y lo pone en contacto con uno de sus múltiples amantes, que tiene cargo en una discográfica. Al final del año, «Space Oddity», la parábola del astronauta que no quiere volver, llega al número uno. Bowie y Angie se mudan a Chelsea. Suburbia queda atrás. El Major Tom solo volverá para despedirse antes de morir.

El pub Three Tuns de los primeros conciertos es hoy una pizzería de cadena (mala, por cierto). En el luto de un enero claro y gélido, ante su fachada se amontonan ramos de flores. Dentro lo recuerda un mural. Dos chicas muy inglesas apuran sus postres ante una botella de vino liquidada. Les señalas el mural de Bowie y ríen con alboroto achispado: «Si quieres hacer una foto a Bowie, que salgamos también nosotras». Las pequeñas emociones de Suburbia 2016.

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