Gran recital de Serrat en Londres
Gran recital de Serrat en Londres - efe
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Serrat, en el Barbican Centre de Londres: un monumento

Por la emoción y capacidad con que aún defiende su repertorio, fue un gran recital

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Tras cancelar en mayo por una afonía dos conciertos de su gira «Antología desordenada», que celebra sus 50 años en las tablas, Serrat, de 71, se acercó el viernes a Londres. Debió irse muy contento a la cama: en un teatro para dos mil personas, casi lleno, se encontró con un público español e hispano mucho más joven de lo imaginable, que lo aclamó desde el minuto uno como lo que es, un monumento.

Por su emoción y por la capacidad con que todavía defiende su repertorio pese a los envites de la edad y el cáncer, fue un gran recital. Mostró todos los recursos de un poeta socarrón, que encuentra esmeraldas en las pequeñas cosas. Un cantante que puede ser político sin atosigar nunca.

Un romántico convincente, con llegada y sin empalago. También hizo feliz al respetable con sus chanzas de humorista, como cuando bromeó sobre que siendo ya un septuagenario sigue exprimiendo la canción que habla de sus veinte años –«porque ya saben que los catalanes no tiramos nada»–, o al referirse al implacable sentido del orden de los ingleses.

Aunque no tenga mayor interés, solo para ubicar esta crítica, confesaremos que no somos serratistas. Siempre nos pareció que algo no encajaba en lo suyo, como si la música fuese por un lado y Joan Manuel y su vibrato por otro. Durante décadas, lo hemos contemplado desde la distancia afectiva, como un cruce de tonadillero y cantautor que caía lejos de nuestros intereses. Pero al verlo oficiar lo suyo reparas en tu error. Con Serrat camina un mundo que se está perdiendo: la España del siglo XX. En sus canciones siguen apareciendo curas y días largos de sol y siesta, a veces huele a churros, se recorren todavía los surcos de la vida dura del labriego (la maravillosa «Cançó de Bressol», dedicada a su madre aragonesa, con la que abrió), y reviven, ante chavales que no saben ni quiénes son, los versos anchos de Machado y Miguel Hernández.

Todo ello sostenido por un quinteto de músicos altamente profesionales y un Serrat que tiene que dosificarse, pero que aun así canta dos horas, con descansillo por el medio, y hasta se marca algún pasito de baile inseguro, eco simpático del pícaro ligón infalible que debió ser en su mocedad.

Por último, y aunque la política no fue para nada el asunto de la velada, es imposible no señalar que Serrat supone un testimonio andante de la España y la Cataluña que casi todos queremos, la abierta y cordial, la de los afectos. Cantó en sus dos lenguas, siempre con el cariño atento de los catalanes que allí estaban y del resto de sus compatriotas. En el arranque se definió como «un mestizo», una declaración abierta, pero sugerente ante la que está cayendo en su tierra.

El artista se nutrió con éxito de su oficio y encanto cuando las fuerzas iban algo justas. También recoge lo mucho que ha trabajado (ha ido construyendo un cancionero de 600 obras). Lo dicho: es nuestra memoria, un monumento de carne y hueso. Si les cae cerca, cojan el tren de esta antepenúltima gira y vayan a ver a Serrat. El sol del Mediterráneo todavía brilla por su senda.

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