Instantánea tomada durante una actividad celebrada en el Cabaret Voltaire
Instantánea tomada durante una actividad celebrada en el Cabaret Voltaire
ARTE

Bufonería para una época desquiciada

Cien años de la fundación de Cabaret Voltaire en Zúrich y, con ello, del nacimiento del movimiento DADA, cuyos ecos llegan hasta la descreida época actual. En su espíritu, como pronosticó Tristan Tzara, estaba no tener miedo a defender lo inútil

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La insolencia de los bufones modernos ha durado en forma de mito un siglo. Aunque cada página, según proclamó Tristan Tzara, debía estallar o convertirse en un torbellino, la broma aplastante estaba impulsada por la urgencia de la imprenta. Un grupúsculo de desarraigados puso en escena, de la manera más chapucera y osada, el desastre, el incendio, el proceso de la descomposición. Entre la «agonía romántica» y la anticipación del punk, DADA no se apoyaba en el pasado, ni contaba con el porvenir. G. de Torre advirtió con lucidez que protestar contra la convenciones literarias era quizás la única manera viable en un país neutral de mostrar la oposición contra cierta «literatura» que por primera vez glorificaba las matanzas en masa: «Si tantos supuestos habían fracasado –venían a decir aquellos disconformes–, si la ciencia se convertía en balística, si la moral se bastardeaba casuísticamente, ¿por qué habíase de seguir creyendo en el arte, en la literatura, máxime cuando esta se avenía propaganda o anestésico? Un escepticismo implacable, una burla total, una negación sistemática debía ser el resultado de tal estado de espíritu según manifestaron los dadaístas».

Ellos utilizaron la máscara del humor para ocultar su gesto de amargura en una época demoledora, cuando el impulso civilizatorio había sido «gaseado» en las trincheras.

En el principio fue el verbo o, mejor, la palabra que «no significa nada». Eran necesarios infinidad de « manifiestos», declamados provocadoramente por tipos que, como dijo Tzara, en principio estaban «contra los manifiestos». El aburrimiento y la neurastenia eran el pan de cada día, la única explicación para andar tonteando con el «Petit Larousse» en el café Terrasse de Zúrich, con Hans Arp acompañado por sus «doce hijos» como testigo veraz. Como unos conspiradores que trataban de burlarse de todos los «ismos», declarando su actitud anti-académica, comprendieron que el único «método» posible implicaba la búsqueda de la «insignificancia absoluta». Los comportamientos desafiantes de los dadaístas, como André Gide apuntó, surgían de la pasión por lo absurdo, que es una zona en la que suelen empantanarse los mediocres. Cada quien proyectó sobre el dadaísmo sus necesidades, como si fuera, a la vez, una filosofía (de estudiantes «destetados», nada más y nada menos, que en Hegel), el despliegue absoluto de lo cómico, cierta insurrección política (no podemos olvidar que Lenin vivía, en aquellos días convulsos de 1916, en la calle donde estaba ubicado el Cabaret Voltaire), una mezcla indigesta de budismo y estoicismo (en sintonía con la «indiferencia creativa» conceptualizada por el filósofo Mynona) o, como se indicaba en la revista «Der Dada», tal vez fuera un simple extintor de incendios. En el «Daily News» del 9 de mayo de 1919 apareció un extraño artículo firmado por Ben Hecht, en el que se daba cuenta de que en Berlín había «un nuevo arte» que funcionaba como válvula de escape para el tedio: «El Da Da Ismo (sic) es el último y fantástico grito para calmar los nervios en la capital alemana».

«Mercaderes de la demencia»

DADA fue una «infección», un «microbio virgen» que ya estaba, antes de tiempo, en Nueva York («América toda es DADA», afirmó Picabia) y que llegó a «éxito inercial» en París, donde los insurgentes fueron, progresivamente, reconducidos hacia el fenómeno «literario» del surrealismo. La omnipotencia del sueño (en un clima de fascinación por el psicoanálisis freudiano) fue el telón catastrófico de aquella impetuosidad destructiva que tenía algo de auto-cleptomanía.

Walter Serner lanzó una frase típica de aguafiestas: «Uno se vuelve malicioso por aburrimiento. Después, ser malicioso se vuelve aburrido». En marzo de 1920, Breton leyó el « Manifiesto caníbal» de Picabia en el Théâtre de l´Oeuvre, acusando a los espectadores de completos idiotas. Las provocaciones dadaístas empezaban a perder la gracia y un turista checo dio en el clavo cuando calificó a aquellos indignados como «tremendamente serios en su estupidez». La curiosidad por la «música sodomita» o la perplejidad ante la « Ursonate», de Schwitters, habían sido sustituidas por la impresión de que dadá era sinónimo de una incompetencia autocomplaciente. Además las polémicas entre Tzara y Huelsenbeck sobre la «paternidad» venían a revelar una tendencia a convertirse en «mercaderes de la demencia».

Las obras dadá no debían durar más de cinco minutos y, sin embargo, su impertinencia no dejó de reaparecer en el cruel siglo XX. Y, en nuestra época, podemos sostener sin miedo que la «idiotez» adquiere proporción «viral». Philippe Soulpault proponía en 1957 un retorno a DADA. Desde Motherwell al Pop, en Fluxus o en las ocurrencias de los «nuevos realistas», con el «arte autodestructivo» de Metzger o las distintas estéticas del desperdicio en los herederos del ruidismo o el alarido punk, el dadaísmo ha demostrado su extraña capacidad de resistencia, como si fuera una «enfermedad cronificada».

Caudal de anécdotas

Un estado de ánimo que cifraba su razón en la fidelidad al instante y en el odio a la solemnidad mantuvo su vigor gracias a un inagotable caudal de anécdotas. La antifilosofía de las «acrobacias espontáneas» y el anti-arte desbordante de peripecias (calificado como «degenerado» por los nazis que parecían haber clonado los montajes de variedades del dadaísmo), terminaron neutralizados en la «Historia de las vanguardias» y la vitrina museística. Se bajó el arte de un pedestal para cimentar la lógica caníbal del sistema artístico moderno: todo, hasta lo que es nada, puede ser expuesto y sometido a devoción.

«DADA –afirmó visionario Gide– es el diluvio después del cual todo recomienza». En el principio lo decisivo era gritar, mostrar el disgusto: había que acabar con la lógica, la memoria, la arqueología, el futuro y no cesar en la acción destructiva. Según Tzara, no había que buscar nada, sino únicamente afirmar la vitalidad de cada instante y no tener miedo a defender lo inútil. Si para los dadaístas «el pensamiento se hace en la boca», Schwitters sostenía que «todo lo que un artista escupe es arte». La orientación «(s)ísmica» del siglo XX no existiría sin el «estado de ánimo» inmoralista y decepcionado de DADA. Aquella explosión cabaretera y con tono jazzístico que floreció cinco meses en Zúrich tuvo una anómala precisión «balística»: como Benjamin señaló, los dadaístas daban en el espectador «como un proyectil». «Indignados por un mundo que se hacía pedazos –apunta Jed Rasula–, decidieron devolver la bofetada y blandieron la destrucción como arma creativa». En aquella sátira en medio del desastre, encontramos nuestra prehistoria, siempre y cuando no olvidemos que los dadaístas verdaderos están contra DADA.

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