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Fragmento de «San José carpintero», de La Tour - MUSEO DEL LOUVRE

La Tour alumbra el Prado

La pinacoteca reúne, en una antológica irrepetible, 31 de las 40 obras autógrafas del maestro francés, el pintor de la luz

Madrid Actualizado: Guardar
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Es, con permiso de Monet, Renoir y Cézanne, el pintor francés más popular, más querido. Y, si no fuera una profanación destronar al intocable Poussin, habría que situarlo con toda justicia como el mejor artista galo de todos los tiempos. Georges de La Tour fascina como pocos. Y eso que hace tan solo un siglo que fue redescubierto. Renació gracias al artículo que el historiador alemán Hermann Voss escribió sobre él en la revista «Archiv für Kunstgeschichte» en 1915. A partir de su muerte, en 1652, permaneció en el más absoluto de los olvidos durante dos siglos y medio.

El Museo del Prado se ha convertido este invierno en la mejor embajada francesa en España: a su espléndida exposición que dedica en estos momentos a Ingres, suma ahora otra no menos espectacular muestra de Georges de La Tour, patrocinada por la Fundación AXA, que abrirá sus puertas al público el próximo martes.

Un dato demuestra el porqué de tal adjetivo: ha logrado reunir 31 de las 40 pinturas autógrafas que los especialistas atribuyen al pintor: un 75%. Es la primera vez que se reúnen tantos originales de La Tour fuera de Francia. Hay préstamos de 26 museos de siete países. De toda su producción solo cuatro obras están fechadas y 18 firmadas.

El Prado atesora en su colección dos La Tour. En 1991 adquirió «Ciego tocando la zanfonía», gracias a los fondos del Legado Villaecusa. En 2005 se halló en la entonces sede central del Instituto Cervantes en Madrid (el Palacio de la Trinidad) un «San Jerónimo leyendo una carta», que fue atribuido a La Tour por José Milicua, a cuya memoria se dedica la exposición. El entonces director del Cervantes, César Antonio Molina, siempre ha defendido que fue él quien lo halló y lo trasladó en su coche. El Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales lo depositó en el museo.

Lo mejor de lo mejor

Dos exposiciones en París (una en L’Orangerie en 1972 y otra en el Grand Palais en 1997) contribuyeron a restituir al artista y a poner en orden su corpus. Esta última, comisariada por Cuzin y Rosenberg, incluía todo La Tour: autógrafos, copias, obras de taller... Fue «un magnífico laboratorio» que permitió depurar su catálogo. Vieron la muestra 530.000 personas, siendo la más visitada del mundo ese año y un récord aún no superado en Francia. En la que ahora le dedica el Prado, los comisarios, Andrés Úbeda, jefe de Conservación de Pintura Italiana y Francesa del Prado, y Dimitri Salmon, colaborador científico del Departamento de Pinturas del Louvre, solo han querido exhibir sus obras maestras: no hay grabados, ni copias, ni cuadros de su taller. Es, pues, lo mejor de lo mejor de su producción. Que es decir mucho.

Dividida cronológicamente en cinco ámbitos, que abarcan sus tres grandes etapas, se aprecia en la muestra la evolución de su estilo. Arranca con los tipos populares que pueblan sus primeras obras, marcadas por la miseria y la hambruna que había en la Lorena de la época, devastada por las guerras. Destacan obras como «Riña de músicos» y «Los comedores de guisantes». Continúa el recorrido con una etapa de afirmación, en la que la paleta se aclara, la pintura se torna narrativa, «muy caravaggista». Según Andrés Úbeda, «son reflexiones distintas de un mismo tema, nunca réplicas iguales».

En este apartado cuelga una de las mejores pinturas francesas del XVII: «La buenaventura», del Metropolitan de Nueva York. Supuso un escándalo nacional su salida de Francia en 1960 con destino a Estados Unidos. El entonces ministro de Cultura galo, André Malraux, tuvo que explicar en la Asamblea Nacional por qué se autorizó su exportación. Incomprensiblemente, sufrió duros reveses su autoría, puesta en duda por algunos especialistas. Hasta un desaprensivo restaurador incluyó la palabra «merde» en el traje de un personaje del cuadro. Llama la atención la firma del artista, de gran tamaño, caligrafiada con mucho esmero y en un lugar muy visible del lienzo. La Tour utilizó firmas muy distintas a lo largo de su carrera.

La exposición concluye con sus célebres nocturnos, de «una religiosidad laica», que conmueven al espectador por su poética, por su soledad. Pintor de Magdalenas (hizo cuatro versiones, de las cuales dos están en la exposición, procedentes de Los Ángeles y Washington) y San Jerónimos (cuelgan en la muestra obras del Prado, de la colección de la Reina de Inglaterra, del Museo de Grenoble...), su trabajo y su vida se mueven siempre en la dualidad: las escenas diurnas de su primera etapa y las diurnas del final de su carrera; pinturas violentas y brutales, muy realistas, en unos casos; tiernas, delicadas y espirituales, en otros.

Comenta Miguel Zugaza, director del Prado, que, al igual que El Greco, La Tour fue «un descubrimiento de las vanguardias». También, «el más español de los pintores franceses». Para Salmon, «es el triunfo de la Historia del Arte». Andrés Úbeda añade que es «un pintor extremadamente coherente. Tiene una personalidad poliédrica muy compleja. La mejor definición que he leído sobre él es que La Tour “no ama el mundo”. El mundo no está en su pintura. No hay ventanas al exterior, ni vegetación, ni apenas animales. Solo rocas lunares».

Pintura silenciosa

Salvando las distancias, sus trabajos evocan los claroscuros de Caravaggio y las líricas imágenes de Vermeer (mujeres solitarias, ensimismadas). La Tour es, sin duda, el pintor de la luz. Son maravillosos esos nocturnos en los que la luz de la escena procede de una vela ardiendo. Hay en la exposición bellísimos ejemplos como las citadas «Magdalenas» o «San José carpintero», uno de los tres préstamos del Louvre. Resulta conmovedora la mirada de San José a su hijo, que le alumbra mientras trabaja, cómo traspasa la luz la mano de Jesús...

Un «San Juan Bautista en el desierto», procedente del Museo La Tour de su ciudad natal (Vic-sur-Seille), cierra la exposición. Para Andrés Úbeda, es «uno de sus cuadros más misteriosos, silenciosos, solitarios y monocromos» (está pintado en tonos rojizos). Se descubrió de forma casual en 1993. Este museo se inauguró en 2003. Mientras, Poussin sigue intocable en su trono, pero sin museo propio en Francia.

Aluvión de atribuciones erróneas

Las obras de Georges de La Tour se han atribuido a media Historia del Arte. Se han confundido con trabajos de artistas españoles como Zurbarán, Ribera, el joven Velázquez de su etapa sevillana, Murillo, Maíno, Herrera el Viejo... De hecho, «San Jerónimo leyendo una carta», una de las dos obras del artista que atesora el Museo del Prado (a menos que un comité extranjero diga lo contrario), tiene en su bastidor la inscripción «Zurbarán». Pero también son muchos los artistas extranjeros a los que erróneamente se adjudicó su producción en un delirante «vals de atribuciones»: Seghers, Reni, Schalcken, Honthorst, Callot, Janssens, Gobin... y hasta Rubens, Rembrandt, Caravaggio o Vermeer. Según Dimitri Salmon, se han eliminado del corpus del pintor lorenés más de 150 obras: «Pero son muchos los problemas que siguen sin resolverse y en los que tantos investigadores han naufragado». Muchos reconocieron públicamente sus errores.

Y es que, como explica Salmon, cada vez que aparecía en el mercado un «San Jerónimo» o una pintura iluminada por una vela se atribuía enseguida a La Tour. Desde su redescubrimiento en 1915, la fama de este pintor, y también su cotización, no han hecho más que aumentar. Todos los museos del mundo quieren tener obras suyas. Y en muchos casos ese sueño se ha tornado una pesadilla. Es el caso de «La educación de la Virgen», de la Frick Collection de Nueva York; «San Jerónimo leyendo», del Louvre; los San Sebastianes, del Kimbell Art Museum de Fort Worth y el Detroit Institute of Art o «Muchacho soplando con pipa», del Saint Louis City Art Museum, que acabó subastándose en 2010 en Nueva York como obra del taller de La Tour.

Preguntado Salmon sobre si esta exposición del Prado fijará definitivamente el catálogo latouriano, comenta que en estas cuestiones «nada en estático: hay obras tenidas por copias que se vuelven originales y viceversa. Se han equivocado mucho los especialistas. Pero no hay un comité oficial La Tour». Visto lo visto con El Bosco, ni falta que hace.

Un misterio inagotable

Dice Dimitri Salmon que la pintura de Georges de La Tour «sobrecoge y desconcierta; es un misterio inagotable, un enigma que muchos han intentado resolver sin lograrlo». Así es. No conocemos su rostro. No se ha localizado, de momento, ningún dibujo, ni retratos, bodegones, paisajes, cuadros de historia... realizados por él. Quizás nunca los hiciera, pero cree Salmon que seguramente su producción fuera diez veces mayor a lo que hoy conocemos: unas 40 obras autógrafas y 30 copias de sus originales perdidos. Tuvo un taller con una gran producción. Tampoco se ha encontrado su inventario post mortem. Hay muchas lagunas en su biografía e incluso en la cronología de sus trabajos. Ni siquiera se ponen de acuerdo los expertos en la interpretación de sus obras, siempre complejas y misteriosas. Sus composiciones provocan perplejidad en el espectador. ¿Por qué pintó a una mujer espulgándose (quitándose las pulgas)? Ha habido multitud de hipótesis e interpretaciones sobre esta obra y acerca de la identidad de la misteriosa mujer que aparece en ella. ¿Son sus pinturas religiosas o profanas? Nadie lo sabe en realidad.

Sí sabemos que de su localidad natal (Vic-sur-Seille), Georges de La Tour se marchó a Lunéville. No se conserva ningún documento desde su nacimiento hasta 1617. No sabemos dónde se formó como pintor, ni quiénes fueron sus fuentes. Se cuenta que Georges de La Tour (1593-1652) tenía una compleja personalidad, que era impaciente e irascible. Fue condenado en un par de ocasiones por protagonizar algunos episodios violentos. Sabemos que su padre era panadero, que se casó con Diane Le Nerf, hija de un platero; que tuvo diez hijos, entre ellos Étienne, que siguió sus pasos como pintor y trabajó en el taller de su padre. La Tour tuvo entre sus coleccionistas a Luis XIII (fue nombrado pintor ordinario del Rey) y al cardenal Richelieu (se cree que cada uno de ellos llegó a tener en sus residencias cinco o seis obras de La Tour). Como curiosidad, el pintor llegó a estar alojado en las galerías del Louvre. Hoy es una de sus estrellas.

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