OPINIÓN

El síndrome de Naranjito

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Un amigo lo llama 'el síndrome de Naranjito'. Bajo esa denominación agrupa a todos los que confunden los buenos tiempos propios con las grandes épocas. Es decir, a los que creen que la música española de los 80 era muy buena en vez de entender que, únicamente, les hizo felices, les tocó, la disfrutaron. No es poco. A veces, los buenos tiempos propios y los reales coinciden (véase la música de los 60) pero, en general, es un espejismo. El autor de esta teoría afirma que ha conocido casos -el paroxismo- de gente que llega a defender que Naranjito era una mascota espectacular, una obra cumbre del diseño. Esa desviación esconde simplemente a una persona que le guarda cariño al engendro cítrico porque coincidió con sus 14 ó sus 16 años, con algún inolvidable ritual iniciático, con un golazo de Eder o Mágico, con estupendos baños en la Victoria o en un chalé chiclanero. Es decir, me da que tendemos a confundir la felicidad propia con la colectiva, la melancolía con el acierto. Y la nostalgia es muy mentirosa.

Viene esta teoría de bar, propia de Walter Arias, el inolvidable personaje de Benítez Reyes, a lo que se escucha estos días. Tras un reportaje de Nuria Agrafojo en el que se pone voz a la certeza de que la ciudad de Cádiz tiene un problema severo de vida nocturna, los puretas bombardean con la idea de que «ya no quedan noches como las de antes». De ahí, un paso hasta la representación número mil del anecdotario vivido en el Crash, el Cómix, el Taxi, Los Faroles, el Rosso, el Oxs, el Tecno, el Bao-Bac, el Metropol, el Paparazzi, el Tracatrá, el Buri-Buri, el Poko-Loko, el No, el Timbre, el Cicuta y el Flash, incluso el Medussa, el Bazar Inglés, el Batti-Baroc y el Umec. Esa conversación, universal y emocionante, medio ficción y toda añoranza, puede ser un espléndido entretenimiento en tertulias con colegas viejos pero conviene recordar que para todas las generaciones 'sus' tiempos, 'su' música, 'su' cine y 'sus' bromas fueron y serán las mejores hasta el fin de los tiempos. Conviene distanciarse de uno mismo para tratar de ver qué ha cambiado, qué hay que celebrar entre lo que cambió, qué se perdió de veras y cuántos horrores había en aquel pretérito pluscuamperfecto que nadie sabía conjugar en presente. Aquella noche gaditana de los últimos años 80 y de todos los 90 era muy molesta. Muchos complicaban el descanso demasiadas veces a demasiados, en la Plaza de España, en el entorno de San Carlos y Comes, en la Plaza Reina Sofía, en Muñoz Arenilla y en Ingeniero La Cierva. En aquellos tiempos postheroína y precocaína, en aquellos días de celebración de una especie de progreso inconsciente y generalizado, el ocio nocturno amargó la vida a mucha gente y conviene que los miles y miles que fuimos autores materiales del coñazo lo admitamos si queremos hacer un análisis, siquiera una comparación, con algo de racionalidad. Aquello pasó, acabó y bien está.

Lo que vivimos (viven) ahora los que tienen entre 15 y 40 es el extremo radicalmente opuesto que, de repente, también se revela lleno de inconvenientes. Un pequeño sector económico (en una ciudad sin apenas ninguno) languidece por falta de demanda, de oferta, de pulso y vida de decenas de locales, de calles enteras. Es realmente complicado encontrar una terraza (no hablemos de un taxi) más allá de las dos de la madrugada, en cualquier época del año en cualquier sitio de la ciudad. Habremos de admitir que ese tipo de establecimientos, ese modelo de ocio, existió siempre en muchas zonas del mundo, sobre todo destinado a los jóvenes. No serán tan innecesarios, desagradables ni futiles.

Tengo para mí que han influido muchas cosas para pasar de cien a cero en poco tiempo. Hay un cambio de hábitos (los chavales ya no necesitan verse para comunicarse), hay menos dinero, más miedo a gastar, se escucha demasiado a demasiados vecinos como antes se molestó demasiado a demasiados. Los empresarios hosteleros locales, salvo excepciones, nunca están a la altura. Las instituciones aún ponen muchas trabas y se cegaron en la lucha contra el botellón.

Entre todos la mataron y enterrada está. Tiene un coste, en inactividad y tristeza. Haríamos bien, todos esos responsables, en encontrar grados, normas, reglas, insonorizaciones, zonas, horarios escalonados, ideas, ambientes por edades, tipos de locales, con o sin música, con los que poder reconstruir algo parecido a un ocio nocturno. Si se pierde del todo, todos perdemos más de lo que parece. No se trata de decir «qué verde era mi valle», estamos todos de acuerdo en que Naranjito era una mierda, pero tampoco serán muchos los que quieran una ciudad que cada noche, demasiado pronto, declara un toque de queda para pasar a blanco y negro.

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