Tribuna

Extraterrestres españoles

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Confieso que lo más cercano que estuve de ser una «española» de las de Esperanza Aguirre fue una noche en la que llenamos un descapotable azul de niños gritones recién salidos del Mcdonalds con las caras pintadas de rojo y gualda, y los llevamos a ver el partido de cuartos del Mundial del 2010. España contra Paraguay. Los niños gritaban por el Paseo Marítimo «Yo soy español, español.». Y las madres, que siempre nos dejamos llevar por el instinto filial gritábamos también y agitábamos banderas nacionales. Y poco más. Tal vez en la final de ese Mundial o en la de alguna Eurocopa anterior -o posterior- se me haya escapado un «España, España». pero más como un conjuro a la buena suerte que como un alarde de españolidad. Porque si hay algo que me resulta tremendamente cateto son los nacionalismos y sus etiquetas, incluida la del patriotismo.

Mire, no diré aquello de que uno es de donde le da la gana, ni siquiera le removeré otra vez las tripas con el anuncio de Campofrío y lo del «uno no se hace», porque soy de las que pienso que el lugar donde uno nace es, casi siempre, anecdótico y porque hace mucho que me hice fiel seguidora de una frase que venía en la vajilla infantil de uno de mis hijos y con la que un oso resumía todo lo que hay que saber sobre la patria, «Home is where your honey is», que traducido resulta que uno es del sitio de donde come. Lo demás son, claramente, rudimentarios reductos románticos tipo Espronceda que estarían muy bien para el siglo XIX pero que hoy resultan de un paleto impresionante. Soy española, de acuerdo. Almuerzo tarde, empiezo a ver los telediarios cuando media Europa se va a la cama y hablo inglés como Ana Botella. Y ya está.

Que sí, que es muy políticamente correcto decir «soy español» y sentirse parte de un proyecto en común con millones de personas, y está muy bien tener aprecio al paisaje y está muy bien añorarlo cuando se está lejos y emocionarse con Valderrama y con doña Concha y su vino de botica, y está muy bien tener conciencia de nuestra historia -la más lejana y la más cercana- y reconocer que tal vez tenemos un modo de ver las cosas ligeramente distinto a como las ven en otros países, pero de ahí a etiquetar a cuantos nos rodean con un sambenito de españolismo tipo Esperanza Aguirre en el pregón taurino de Sevilla, hay un gran trecho que no sé si estaremos dispuestos a cruzar. Decía Aguirre que los antitaurinos son «antiespañoles porque saben muy bien que los toros simbolizan mejor que nada la esencia misma de nuestro ser español». Verá, tal vez los toros sean el símbolo que más y mejor hayamos exportado y con el que más veces hemos salido al mundo del marketing, pero en modo alguno eso tiene nada que ver con tarros de esencias ni cosas por el estilo. Habrá españoles a los que les gusten los toros, habrá españoles a los que no les gusten, y habrá españoles que pasan completamente de las corridas como de la liga de fútbol, de la vuelta ciclista o del silbo gomero. No por ello hay que condenarlos, ni enviarlos a cadalso ni decir cosas como que «los españoles que quieren dejar de serlo luchan contra la fiesta». Porque se empieza diciendo cosas como esta, y se acaba muy, muy mal.

El patriotismo no es, como afirma Aguirre «una virtud» -que yo sepa no está ni entre las cardinales, ni entre las teologales- sino un pensamiento de carácter tribal que nos ayuda a conformar un paisaje sentimental y a iniciar una catarsis con aquellos a los que creemos semejantes. Algo que suma, no que divide ni resta. Porque ese patriotismo entendido como orgullo o como devoción se acerca tan peligrosamente al nacionalismo que termina por diluirse en la misma charca de la intransigencia.

Ser español no es ni mejor ni peor que ser alemán, ruso o keniata. No quita ni pone para ser mejor persona, ni más inteligente, ni más culto, ni más guapo. Es, simplemente, un complemento circunstancial -de espacio, tiempo, modo o de lo que quieran- a lo que somos, pero en ningún caso puede ser el núcleo de una pretendida exclusividad. Y muchísimo menos la credencial de un rancio abolengo, porque el tiempo de pasearnos con el tocino en la mochila y las siete partidas de bautismo en la mano acabó hace muchos siglos. Todo lo demás, suena demasiado a ocho apellidos vascos.

Por eso me resultan cada vez más interesantes los testimonios que hablan de «extraterrestres infiltrados» entre nosotros. Fernando V.M. decía esta semana que a lo largo de su vida ha contactado con muchos de ellos, los de Ganímedes, los plevadianos o los reptilianos de Alpha Draconis que tienen base a treinta millas de la Caleta y que son capaces de tomar el aspecto de cualquier ser humano y a los que seguro que les importan tan poco los toros como los problemas de la Agrupación Musical Sagrada Cena o la nueva comparsa de Juan Carlos Aragón. «Quién tú menos puedas imaginar puede ser uno de ellos. Los hay incluso encarnados aquí; es decir, nacieron aquí con un propósito, con una misión», dice Fernando el contactado. No me cabe la menor duda.

Mire a su alrededor. Seguro que si se fija reconoce a unos pocos. Tal vez, los más españoles.