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Aún nos queda la solidaridad

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Este año no habrá cotillones en Cádiz. Ninguna empresa ha solicitado al Ayuntamiento licencia para celebrar esas macrofiestas con derecho a una barra libre y kit de Año Nuevo. Muchos, no lo echaremos en falta. El precio de la entrada era de todo menos módico, las «hordas de tambaleantes e insaciables sedientos» convertían en una hazaña el hecho de llegar hasta la barra y la bolsa de cotillón era un derroche de «calidad y estilo».

Puede que la desaparición del cotillón se deba a un cambio en el estilo de vida. Lo que en un momento se pone de moda, pronto decae y deja paso a nuevas tendencias. Puede que los bolsillos no estén para dispendios porque en sueldo seis de cada diez gaditanos no alcanza los 1000 euros. Ojo, de los que trabajan. Teniendo en cuenta que la cifra de parados alcanza el 26% en Cádiz... casi mejor una copita, ¿no?. Atrás quedó el tiempo en el que en los restaurantes se consumía sin control, en que no sabíamos qué era el euríbor y la prima de riesgo, en que los créditos personales se firmaban sin leer la letra pequeña y las hipotecas, simplemente, se concedían. Tuvimos de todo y ahora, nos queda la solidaridad. Solidaridad a pie de calle, entre vecinos, entre amigos. Porque cuando todo se derrumba no queda otra que seguir tirando hacia delante. Porque todos tenemos un familiar al que «le han venido mal dadas» y de repente se ha encontrado al amparo de otros como él, que tampoco tienen mucho porque no defraudaron, ni especularon, ni vivieron por encima de sus posibilidades, pero que pese a la escasez son capaces de tenderle la mano y prestarle su ayuda cuando bancos y empresas le han dado por desahuciado porque la única mano que estos le echaron fue al cuello, para ahogarlo aún más. No se trata de administrar la miseria. Se trata de dar esperanza, de devolver la ilusión. De creer que las cosas pueden cambiar y que somos nosotros quienes vamos a hacerlo porque nadie nos va a venir a rescatar. Desde hace unos días, el fuego olímpico arde en Cádiz por la celebración de la Olimpiada Marianista. En nuestra mano está mantener viva la llama, pese a que el mundo se empeñe en apagarla.