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Circo

PROFESOR Y ESCRITOR Actualizado: Guardar
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Entre los numerosos factores que han contribuido eficazmente a nuestro largo proceso civilizador, la sangre humana ha sido siempre el nutriente más activo. El hombre, en su deseo de romper las barreras del clan y la tribu, pronto se percató de la existencia de ese rico manantial de vida y, así, las primeras grandes ciudades y las más antiguas y espléndidas culturas ya se edificaron sobre estos sólidos cimientos de muerte y de dolor.

Desde la producción masiva de cereales a la construcción de todas esas obras que se tienen por maravillas del mundo, sin olvidarnos de las guerras insaciables, unos hombres supieron siempre emplear hábilmente esta savia vital de los demás como vía de progreso y prosperidad. Una suerte de canibalismo social que hoy en día todavía no hemos superado.

Aunque ahora, en los umbrales de este siglo XXI, cuando los países tenidos por civilizados procuran no enviar a millones de congéneres directamente al matadero en cruentas guerras o en la construcción de sucedáneos de pirámides, no por ello somos más respetuosos con la sangre de lo demás, sino probablemente solo más calculadores, si no decididamente mediocres.

Que la televisión ha llevado a cabo una decisiva contribución a nuestro actual mundo globalizado (nuestra por el momento última vuelta de tuerca en pos de una confusa idea de progreso) es algo que no se puede negar. Pues lo que nació como un simple entretenimiento casero se ha transformado hoy en la cabeza en ese monstruo que uniforma las sociedades, somete a las individualidades y arrambla con los particularismos de hasta el más recóndito enclave terrestre gracias a su capacidad vírica de viajar por el aire.

Y ese animal voraz, en manos de quienes han encontrado en él una forma de enriquecerse, ha husmeado de nuevo el rastro de la sangre humana como fuente de alimento. Me refiero en concreto al gran circo que las televisiones han montado sobre la base del sufrimiento de esas familias que de la forma más vil, o sencillamente, inexplicable han perdido uno de sus miembros.

Numerosos son los actores de este teatro del absurdo y la ignominia. Las estrellas principales, cómo no, son todas esas hermosas hembras vestidas a la moda que se asoman a la pantalla con la coartada informativa y con rostros compungidos por su solidaridad con el dolor ajeno que delicadamente amasan durantes horas y horas de programación, en un supremo esfuerzo para que no les vean los colmillos. También actúan los elegantes miembros de esos tribunales públicos extraídos de entre la más variada fauna social, con espeso maquillaje de periodistas o con los harapos de un prestigio de pacotilla, los que en otras épocas se tenía simplemente por caraduras, pero siempre dispuestos a despellejar a los supuestos criminales o al fiscal de turno con tal de distraer nuestra atención del hecho de que ellos mismos están vendidos a los sucios intereses de los fríos consejos de administración de las cadenas.

Toman parte, por su lado, en el sangriento festín las empresas que fían el aumento de sus ventas y, consiguientemente, sus beneficios a la publicidad que los altos índices de audiencia que las vísceras humanas generan. Por supuesto los millones de almas anónimas que se recrean y se pasan mañanas, tardes y noches enteras delante de la pantalla atiborrándose del dolor del prójimo como simple manifestación de sadismo o como forma masoquista de conjurar, quizás, el suyo propio.

Los familiares de las víctimas merecen capítulo aparte. Como rotunda demostración del poder televisivo para aniquilar las voluntades y, en estos lastimosos casos, para llevar la dignidad humana al más hondo pudridero, padres y madres de las víctimas se prestan a participar en el vergonzoso espectáculo aferrados a la falsa ilusión de que la influencia de las imágenes, si no conseguir a la restitución de la vida a sus hijos, cuando menos servirá para engrasar los pesados mecanismos de un aparato judicial siempre más atento a la salvaguarda de los derechos de los agresores que a sus voces y lamentos.

Y los agresores, lejos de experimentar en este tipo de despliegues alguna forma de pública vergüenza, encuentran un filón de imágenes que, reiteradas hasta la saciedad, los proyecta diariamente a la fama, y la fama ya se sabe, es un gusano que no se preocupa de lo que se alimenta, sino al que solo le interesa engordar. Presuntos homicidas se pavonean por ello, en los límites de la mayoría de edad, ante policías, jueces y fiscales, convencidos de que alargamiento de los procesos redunda en beneficio de su inopinado protagonismo. Afortunadamente algún resto de dignidad se removió en la ciudadanía cuando, en fechas aún cercanas, una de estas cadenas de basura informativa, intentó rizar el rizo de la infamia con la entrevista en directo de uno de estos hampones.

Pero por encima de la carpa aletean las negras siluetas de los propietarios de las cadenas, que amparados en un discreto anonimato, han hecho del invento televisivo una precisa máquina capaz de transformar en riqueza contante y sonante la sangre del semejante. Toda esta troupe que ha saboreado el éxito de la infructuosa búsqueda de un cadáver o que lo continúa haciendo con la misteriosa desaparición de dos niños al cuidado de su padre, debe andar ya a la espera de un nuevo episodio del desangrado humano para continuar alimentándose.