SOMOS DOSCIENTOS MIL

LOS NEGRITOS

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Advierto, para que nadie se llame a engaño, que la presente columna peca de una incorrección política que asusta. Soy consciente de que muchos lectores criticarán su contenido, ya que estas líneas se enmarcan en lo que pomposamente nuestra izquierda ideológica denomina como "políticamente incorrecto". Pero qué quieren que les diga; hace tiempo que el cuerpo me pide escribirla y tal sentimiento lo acrecientan alguno de ustedes, con los que me cruzo por la calle, al animarme a hacerlo.

Así que, redactado el preámbulo, entraré sin más en materia, pues tampoco es plan de seguir dándole vueltas a la manzana -en sentido figurado-, sin decidirme a dar el primer mordisco.

Desde hace ya varios meses, hemos podido comprobar cómo en la gran mayoría de nuestros semáforos se han apostado personas de color. Tal es así, que el carácter jocoso de los jerezanos ha creado un chiste sobre la situación, en él se pregunta cuantos colores tiene un semáforo. La respuesta es evidente, son cuatro: verde, naranja, rojo y negro. Llegados a este punto, me da igual llamarlos personas de color, negros, oscuros, morenos o africanos, pues cualquiera de las anteriores definiciones son plenamente aceptadas por nuestra normativa lingüística.

Inicialmente este grupo de africanos se dedicaba a la loable labor de buscarse la vida, pidiendo la voluntad a cambio de un paquete de pañuelos de papel. Hasta aquí nada que objetar. Este cronista ha tenido la oportunidad de conversar con alguno de estos jóvenes y, la verdad, es que tras cada sonrisa se esconden auténticos dramas familiares. No es fácil para nuestro acomodado primer mundo imaginar qué situación ha vivido cualquiera de ellos en su país; como para abandonarlo, romper con todo el pasado, cruzar gran parte de África, incluso andando, y entrar de forma ilegal a nuestro país para ejercer una forma de mendicidad.

Pero bueno, tras unos primeros meses en los que la presencia de los negritos se veía como una simpática nota multicultural en nuestras calles, la cosa ha ido tornando hacia derroteros peligrosos. En concreto, lo que inicialmente eran sólo pañuelos de papel a cambio de la voluntad, ya tiene tarifa oficial y precio unificado. Dos euros por un paquete de pañuelos de papel que, en cualquier comercio del ramo, no costaría cincuenta céntimos. Incluso de simples pañuelos de papel se ha pasado a todo un arsenal de productos a la venta entre los que se incluyen abanicos, gorras, rosarios, ambientadores y alguna que otra bisutería. Y, por si fuera poco, de una actitud inicialmente sumisa, incluso buscando dar lástima para que el jerezano se apiadara de ellos y aflojara la cartera, algunos de estos personajes han pasado a una actitud persistente, chulesca, incluso impertinente. Muchos de ellos no se conforman ya con recabar nuestra atención visual, sino que golpean los cristales de los automóviles con los nudillos, los dedos o la palma abierta, llegando en casos extremos a increpar abiertamente a aquellos conductores que no muestran actitud colaboradora.

Lo que inicialmente caía bien, empieza ya a caer mal y cualquier día de estos, ¡ojala no!, la Policía Local deberá actuar ante un enfrentamiento entre negrito pesado y conductor estresado porque, que les voy a contar, dado que se les ve a simple legua y que todos sabemos de sobra donde se apostan, no es necesario que además golpeen una y otra vez el cristal del coche conminando, incluso de malos modos, a colaborar con su causa.

Además temo que, tras todos ellos, se esconde algún tipo de mafia, pues a estos chavales no se les ve después paseando por la ciudad y no es fácil hallarlos demandado ayuda en nuestros servicios sociales. Son un colectivo perfectamente organizado, con escrupulosos horarios y cierta organización oculta que es la encargada, por ejemplo, de asignar semáforos o abastecerlos para evitar que el material se agote.

Evidentemente me resulta muy difícil recomendarles que ignoren a estos improvisados vecinos. Humanamente es imposible. No obstante ante este tipo de situaciones lo correcto es colaborar con aquellas organizaciones que luchan por la mejora de sectores marginales (Cruz Roja o Cáritas) y, ante cualquier solicitud de limosna, enviarlos a que reciben la necesaria ayuda. No vaya a resultar que alguien se está haciendo de oro a costa de los negritos.