EL MAESTRO LIENDRE

ESTAMOS RODEADOS

El mezquino amago de intromisión en los excelentes informativos de la televisión pública solo es un síntoma de lo que viene

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Con la misma fidelidad con la que mis mayores atendían al parte de Radio Nacional, veo el informativo de las tres en TVE. Ni me avergüenza ni me enorgullece. En algún momento de la infancia, o después, no sé, me acostumbré. Solo veo ése de forma constante. Los demás, si tercia. Incluso cuando, hace años, me indignaba su contenido, distribución o sesgo, lo veía. Mientras almuerzo, que no es ejemplo para los niños. Si me lo pierdo, me falta algo. Hasta el punto de que aprendí que, si llego tarde, a las 15.40 comienza una repetición en el canal 24 horas. En lo profesional puedo ser un aficionado chapucero, admito lecciones y correcciones de cualquiera, pero como espectador de telediarios (primera edición) soy un experto de nivel internacional. No valgo para montar ni diez segundos de vídeo pero sé perfectamente si me gusta, cuando me interesa y cuando no. Con esa ridícula autoridad individual, tengo como verdad que los informativos de TVE de los últimos cinco años son los más plurales, interesantes, completos, rigurosos, amenos e incluso brillantes que recuerdo.

Digamos que están en el punto opuesto a etapas co-mo las de María Antonia Iglesias o Urdaci, con su célebre antología del sectarismo titulada «ce, ce, o, o».

La nueva y vigente edad de oro del periodismo (en los informativos) de la televisión pública española está asociada en mi cabeza a la llegada de Fran Llorente y Lorenzo Milá, en un hallazgo profesional que, según leo, corresponde a Carmen Caffarel.

Desde entonces, incluso con el retorno del segundo a su añorada corresponsalía, con cambios y relevos de todos los tipos, con recortes, con la ejemplar eliminación de la publicidad y el descenso del equipo de enviados especiales (por mor de las perras que siempre se despilfarraron en esa casa), nunca ha desaparecido la sensación particular de que estoy viendo informativos magníficos, en fondo y forma. En ellos no se hurta ningún asunto ni se oculta ninguna sigla, colectivo, acontecimiento ni movimiento. A la altura de los más prestigiosos del mundo, de los que tengo mínimas referencias indirectas, por lecturas ocasionales. Nunca me han parecido tan cercanos al lejano prestigio de la BBC o TF1, ni tan dignos de la mitomanía de crédito y servicio público que rodea a los grandes formatos norteamericanos. El mérito es de los profesionales. A los dirigentes políticos cabe agradecerles, y poco, que hayan guardado silencio, que hayan estado quietos.

Quizás por eso resulta más mezquino que los dos grandes partidos políticos de este país, y los nacionalistas, y algún sindicato, se hayan puesto de acuerdo, por acción u omisión, para meter sus garras en los ordenadores de los que han conseguido por primera vez sostener la excelencia periodística en los informativos de la televisión pública del país que me ha tocado. Aunque fueran una birria, sería un atraco a un derecho colectivo pisoteado a diario pero ahora renovado de una forma demasiado burda. Solo las manos de todos, echadas a la cabeza a la vez, como en uno de esos bailes que se ponen de moda, han hecho rectificar a los nostálgicos del imaginario rotulador rojo.

Pero este caso llamativo, porque la sangre se ve más sobre la ropa blanca, solo es un síntoma de lo habitual. La intención inicial, la propuesta, es lo que debe encender todas las alarmas.

Los más inocentes pueden pensar que se trata de un desliz pasajero en una galaxia lejana: la tele nacional pública. Pero los que sepan leer entre líneas pueden imaginar que, si eso sucede en los palacios, la presión en las cabañas resulta asfixiante. Hace meses que cuesta respirar en este oficio porque los teóricos altavoces de los ciudadanos penden de hilos cada vez más débiles -estrangulados por el autoritarismo del dinero, especialmente el público- atados todos de la misma cruceta.

Todos los lobos serán pardos en poco tiempo. Siempre que son un solo color (rojo, azul... El que sea) es para temblar. Es imprescindible la diversidad, el contrapeso. Cuando se juntan y se crecen, como émulos de esos consejeros, incluyen en la constitución cotidiana epígrafes como «tú no sabes quién soy yo»; «déjame que le eche un ojo»; «tú sabrás lo que haces» y «recuerda quién pa-ga». Hace poco que pasa cada vez más pero no solo en despachos de Madrid, no solo en la tele pública.