LA HOJA ROJA

EL PERRO DE PAULOV VUELVE AL COLE

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Mal debe estar la cosa cuando la vuelta al cole sigue siendo una de las noticias que más interés despierta y que más nervioso pone al personal. Hay que agradecer, de todos modos, que se hayan superado prácticas perniciosas como aquella del horario de adaptación y todo lo que acarreaba para el descalabro familiar cuando a la Junta le dio por ponerse tierna y maternal, y nos obligaba a llevar a los niños al colegio como si fueran al Chikipark, no más de dos horas seguidas y en un ambiente de taza, tetera, cuchara y cucharón -siga, siga, que usted también habrá padecido a los Cantajuegos-. Afortunadamente, la medida no consiguió sacarnos de los últimos puestos de la clase europea ni tampoco dio el rédito político esperado, y volvimos al horario completo y sin anestesia desde el primer día, para alivio de cuantos seguimos teniendo la mala costumbre y el privilegio -no lo olvidemos- de trabajar a diario. De aquellas pamplinas nos ha quedado alguna que otra tontería, como los consejos que suelen dar las revistas para familias ociosas sobre la manera de afrontar el nuevo curso, ya sabe, horario inflexible, baño caliente, palabras de ánimo, un cuento antes de dormir, zapatos cómodos, besos y abrazos, ropa amplia, y también las geniales ocurrencias de las asociaciones de consumidores advirtiéndonos y alertándonos del gasto que se nos viene encima. Como si no nos hubiésemos dado cuenta.

Porque eso sí. Tenemos la peor educación -en todos los sentidos- de Europa, nuestros hijos van retrasados en idiomas, en lengua, en literatura, en matemáticas, conocen de vista solo el medio que les rodea y tocan la flauta como la alemana de San Francisco, pero lo importante es que gastamos una media de setecientos euros por cabeza cada vez que llega septiembre. Un mes que anda en dura pugna con enero por ver quién tiene la cuesta más grande y que guarda entre sus armas secretas la cuenta pendiente de las vacaciones, de las noches de verano, de las terracitas, de los excesos y la lista de propósitos para el ahorro, si la prima de riesgo nos deja. Pues eso, setecientos euros es el gasto estimado que tendrá usted que hacer por cada uno de sus retoños si están en esa edad en la que, para colmo, la escolarización es obligatoria y gratuita. En esa edad en la que también los libros son gratis -viejos, pero gratis-, y se supone que el desembolso económico afecta más al continente que al contenido. Uniformes, mochilas, materiales de escritorio, transporte y comedor, conceptos estos dos últimos que exceden totalmente las competencias de Educación pero que responden al descabellado plan educativo de la Junta de Andalucía, porque se suponía que la escolarización por zona eliminaba ese tipo de barreras, aunque evidentemente, ya sabemos lo de la ley y la trampa, si no, que se lo digan a esas familias de Sevilla que han conseguido plaza para sus hijos en los Salesianos. Y en cuanto al comedor escolar, la cruda realidad lo ha convertido no ya en una necesidad sino en una obligatoriedad para todos aquellos que terminan su jornada laboral a las tres de la tarde. Sí, ya lo sé, esos suelen ser funcionarios y por tanto, están siempre bajo sospecha, pero en cualquier caso, una racionalización en los horarios escolares que empiezan a las nueve y terminan a las dos, no estaría de más para evitar, por ejemplo, que los tiernos infantes se pasen la mayor parte del día entre las cuatro paredes del colegio sin aprender nada más que a pasar el rato hasta que vengan sus padres -o quien sea- a recogerlos.

Malgastamos la harina y desperdiciamos el afrecho, decía mi abuela cuando nos enfrascábamos en absurdas disquisiciones que no llevaban a ninguna parte. Lo esencial no es el gasto que cada padre tenga que afrontar, ni que el peso de los libros no exceda el diez por ciento del de los escolares, ni si la falda del uniforme es sexista -para evitarlo, que le pongan falda a los niños, por ejemplo- ni si el maestro trabaja ocho o dieciocho horas menos que un minero. Lo importante es que en esta Andalucía imparable estamos fabricando parados potenciales desde que cumplen tres años. Niños a los que el esfuerzo, la disciplina, el trabajo y los modales les parecen poderes de superhéroe, porque nadie les dijo que progresar adecuadamente es lo que lleva haciendo este país desde que entró en la ruina.

La escuela en la que usted y yo estudiamos no estaba adaptada a nada. Ni a los tiempos, ni a los espacios. No tenía asientos ergonómicos, ni zonas verdes, ni nadie se preocupaba por lo nutritivo que había sido su desayuno. Porque estábamos, teóricamente, para aprender, no para lavar la conciencia de nuestros padres -que también pagaban, y con más esfuerzo, lo que tuvieran que pagar- ni de nuestros maestros, ni de los políticos ni de los planes de estudio. Para aprender que ahí fuera hay que tener cuidado, que debajo de los paños calientes los navajazos duelen mucho más y para enterarnos que lo políticamente correcto no cotiza en las bolsas de trabajo.

Y maliciosamente, aprendimos también que para sobrevivir a esta vida de perros que llevamos no hay nada mejor que portarse como el más sumiso de los chuchos, levantando la patita cuando nos lo dicen y husmeando el rastro de los que nos anteceden. Que nos dicen que para educar a un niño hace falta una tribu entera, pues nos convencemos de que la culpa del fracaso es de la tribu que anda de fiesta y santas pascuas, que ahora hay que hablar del gasto de la vuelta al cole, pues se habla, y no nos planteamos nada más, que revientan las cañerías y nos dicen que las ratas han caído del cielo con las lluvias, pues lo creemos y en paz, que mañana hay que ir a ver los aviones porque nos han dicho que es nuestra última oportunidad para entrar en el Guiness de lo que sea, pues allí estaremos. Es lo que hacía el perro de Paulov, que también iba al colegio. Mire por dónde.