EL MAESTRO LIENDRE

INFELIZ VERANO

Antes era tradicional volver de una feria con un peluche o una chuchería pero de la última todo el mundo se trajo una decepción

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Antes, cuando alguien iba a una feria, era reconocible durante el regreso por llevar encima un oso de peluche o un algodón de azúcar. Pero resulta extraño ir a una verbena y traerse de recuerdo una decepción. En una ciudad tan dada a lo paranormal, resulta menos llamativo que niños y mayores fueran al borde del mar a echar un rato y se trajeran como 'souvenir' una porción individual de desencanto. Ni las fiestas, más o menos catetas, previsibles o reiterativas, dan tregua al pesimismo. Cada cual intenta sortearlo, esquivar las miradas a la prensa, poner en el dial música cuando saltan las noticias o andarse atento con el pulgar en el mando a distancia. Pero a poco que se despiste le cuelan otra mala nueva y ninguna parece alentadora en esta tierra definitivamente abonada a la melancolía del siempre fuimos y el nunca seremos. Parece que la culminación de la Feria del Mar ha sido la conclusión generalizada de que el Bicentenario que tardamos en comprender, que tardó en ilusionarnos, será otro chasco que añadir a una larga lista de ocasiones perdidas. Teófila se enfrenta a los pesimistas, enjuta y desencajada como Alonso Quijano frente a los molinos. Están ahí, son imbatibles. Tienen cimientos inquebrantables. Fueron nuestros representantes los que insistieron en que muchas obras pendientes, incluso alguna necesaria, de hospitales a hoteles, de puentes a nudos urbamos de comunicaciones, estarían justo para ese año porque habíamos decidido utilizarlo como marca temporal. Fueron ellos los que hablaron de una gran programación, de exposiciones, conciertos, faros de las libertades y maravillosos edificios recuperados. Nuestro pecado fue creerles otra vez. Ahora, ellos, casi sin que nadie les pregunte, empiezan a quitar cartas del castillo de naipes. Cuando alguien señala la muy escasa altura que tiene ya esa torre de cartas marcadas, le tachan de pesimista. «Podéis fracasar cuanto queráis, aquí somos idiotas», colgó ayer un artista gaditano en su muro de Facebook. Un sabio diagnóstico de una sociedad torpe que deja que la ilusionen y la desilusionen con fechas en el calendario que marcaron otros, con incumplimientos intolerables y aplazamientos irrelevantes que apuntan o tachan sin reivindicaciones previas ni posteriores. Es lo que tiene esperar a que te hagan la agenda y te digan lo que necesitas. Es la consecuencia de dejar que los demás, los que llegan, te hagan los mandados, que te dirijan el equipo de fútbol o las instituciones. Porque es un engorro. Que te monten las factorías hasta que encuentren otro nuevo tercer mundo al que mudarse para volver a rebajar costes. Que te lideren desde los museos hasta las empresas mientras ponen cara de oler mierda por la vulgaridad de la que se han rodeado. Que te expriman el miedo de la infravivienda para forrarse cuando todo va bien y se tapen con una capa de silencio cuando sube la marea. Es lo que han hecho esos a los que encargamos lo que no queríamos hacer, como cuando nos toca presidir la comunidad de vecinos. Pero a gran escala. Y así nos va, claro, con la única esperanza acorralada en Valcárcel, rogando para que resista.