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Decepción por pelotas

El gol de Iniesta quedará en la retina sentimental de una generación, corriendo con su camiseta humilde

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La decepción del Balón de Oro es, como casi todas estas decepciones, demasiado epidérmica. Y a menudo solo consisten en un mal análisis, como advertía Schopenhauer. De hecho resulta paradójico, después de proclamar hasta el hartazgo que Messi es el mejor del mundo, decepcionarse porque lo entronicen como el mejor del mundo. El eco de Suráfrica podría haber coronado a Iniesta, pero sencillamente le han dado algunos puntos más al mejor. No parece demasiado extravagante. El Balón de Oro, por demás, solo es un premio; y como todos los premios, sujeto a prejuicios, arbitrariedades y empatías. Ni siquiera es el pasaporte para quedar en la memoria de los aficionados: de los últimos 25 años, Papin o Belánov ya se han retrepado al olvido; y en cambio, aun sin Balón de Oro, nadie olvidará la geometría euclidiana de Laudrup o la elegancia pulmonar de Maldini, y por supuesto la jerarquía napoleónica de Baresi, mariscal dominador de los verdes campos de batalla en Europa durante una década, como el gol de Iniesta quedará en la retina sentimental de una generación, corriendo con su camiseta humilde de tirantes proletarios para recordar al amigo muerto aun bajo la euforia en apnea de los minutos agónicos de la final. Tampoco Proust, Joyce, Kafka o Borges ganaron el Premio Nobel de Literatura.

No se trata de un fracaso del fútbol español. El victimismo irredento del genoma nacional enseguida se ha abonado a la teoría de la conspiración o a la decepción de oficio, pero el éxito en fútbol es colectivo y España, además de títulos, suma jugadores y entrenadores en las candidaturas. Es ridículo culpar del fallo a la marca-país deduciendo que lo español no vende. Los tres jugadores y los tres entrenadores finalistas están en el fútbol español, cuyos grandes clubes lideran el ranking de la grada planetaria según la consultora alemana Sport und Markt. Y ya puede considerarse asombroso tratándose de un fútbol endogámico que no mira al mercado global, como advertía John Carlin ante el último clásico al constatar que la Liga había programado el mejor partido del mundo incomprensiblemente un lunes por la noche, despreciando a casi toda la audiencia asiática y americana al jugar a las tantas de la madrugada de un martes en Tokio o Shanghai y a mediodía de lunes al otro lado del Atlántico. Al fútbol español le falta instinto global, pero su éxito incluye las mejores botas y pizarras no siempre con DNI doméstico: Messi, Cristiano, Mourinho. No se entiende, en fin, esta decepción por pelotas mientras un ciclista se cuelga en su casa ante la indiferencia de una sociedad acomodada a la doble moral al juzgar el fracaso envenenado de sus élites.