Mujer a la puerta de su casa en Guijo de Galisteo (Cáceres). / Vicente Elizo
MUNDO GUERRERO

Cuando España no tenía color

'Aquella España nuestra', del periodista Jesús Pozo, muestra escenas cotidianas de la vida rural que pueden observarse desde la nostalgia o el alivio de haberlas superado

MADRID Actualizado: Guardar
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Cuando el luto se guardaba todo un año, se trillaba la era y se lavaba en el río; cuando las mujeres llevaban cántaros en la cabeza y los varones iban mocicos a la mili y regresaban hombres; cuando se sacaba agua del pozo, se tocaba el acordeón en las fiestas y a los muertos se les fotografiaba lo mejor posible; cuando al cochino se le pasaba a cuchillo a la puerta de casa y se vendía la leche recién ordeñada de la cabra; cuando el cura bendecía el Simca mil y el Corpus Christi de mantilla, peineta, misal y rosario relucía más que el sol… cuando, en definitiva, este pobre país discurría en blanco y negro, entre brazos en alto y espinazos doblados, y en los pueblos se pasaba más frío, hambre y miedo que en la capital. Todos esos cuándos cobran vida ahora en un libro. Se llama ‘Aquella España nuestra’ y retrata las escenas cotidianas y las costumbres de la vida rural a través de 200 fotografías. Imágenes que detienen el tiempo en los durísimos años de la posguerra “y de la posguerra de la posguerra”, como define muy certeramente su autor, el periodista Jesús Pozo (Almería, 1961), a las décadas de los 40, 50 y 60.

Todos esos cuándos de las fotografías tienen sus imprescindibles porqués. Por eso es de agradecer que Jesús Pozo haya ayudado a contextualizar las instantáneas con textos didácticos cargados de fechas y datos sorprendentes, que bien pueden considerarse mini-reportajes surgidos de la habilidad del veterano cronista, que dirigió Diario 16 en Murcia y en Valencia, y que ahora lleva las riendas de la revista Adiós.

Pozo ha buceado durante un año en archivos familiares, tesis doctorales, libros de antropología, ensayos y redes sociales… para documentarse y reunir, gracias también a las aportaciones desinteresadas de gente de toda España, una colección de dos mil fotografías de las que ha seleccionado las 200 del libro. Todas reflejan con sencillez y espontaneidad lo que una vez fueron nuestros pueblos, esos lugares imprescindibles para los que vivimos en las ciudades. En ‘Aquella España nuestra’ abundan las estampas que espolearán al lector a ese viaje imposible al pasado que es la nostalgia: los ultramarinos donde se fiaba en papel de estraza, el bullicio de aquellos lavaderos que eran como el Twitter de los 50, las excursiones al río, ese espacio de libertad; y también las ‘voladoras manuales’ y las casetas de tiro de las ferias de pueblo, las sopas de ajo y los torreznos, las bicicletas, el pajar, la aguja y los amores…

Ese mismo retrovisor del tiempo al que se asoma cada una de las 155 páginas nos devolverá un reparador alivio al ver imágenes que afortunadamente quedaron enterradas en el pasado. Alguna te deja sin palabras, como la fotografía de 44 firmas con la yema del dedo. Es del año 56 (prácticamente del otro día) y muestra la lista de familias necesitadas del pueblo riojano de Autol, junto a una hoja con las huellas dactilares de mujeres pobres y analfabetas que firmaban con el pulgar al recoger el aguinaldo que les entregaba el Ayuntamiento.

Otro ejemplo: la fotografía de la visita de un ministro acompañado de las fuerzas vivas del pueblo: el cura, el boticario y el alcalde. “Por este orden, puesto que su poder residía en la información que manejaban, pero era el cura el que conocía los secretos de confesión de todas las familias”, recuerda Pozo.

La dignidad de los rostros

La imagen que ilustra la portada es toda una declaración de intenciones de lo que vendrá después. Una anciana rigurosamente vestida de luto, y que también cubre su cabeza con un pañuelo negro, espera sentada a la puerta de su casa un día que se presume de un calor infernal en un pueblo de Cáceres. Junto a ella, la típica silla de anea, unos zapatos que se secan al sol y aquellas cortinillas metálicas que colgaban del quicio de la puerta y que servían tanto para espantar las moscas como para atizarte unos buenos correazos en la cara.

Otro de los retratos más poderosos es el de un recio hombretón de Pinos Puente (Granada) que, a pesar de su modesto ropaje, mira orgulloso a la cámara sentado en la humildísima cocina de su casa-cueva. A su lado, cinco hogazas de pan reposan apiladas sobre una mesa camilla con sus gruesas enaguas y su brasero de cisco.

Y así hasta 200 ‘cuadros’ que resumen aquellos tiempos no tan viejos de los pueblos españoles, donde las alegrías eran tan pocas que se celebraban por todo lo alto, y que reflejan la dignidad del que se supo vencido, pero no derrotado. “Este libro”, aclara el autor (que, por cierto, no pasó las estrecheces de los protagonistas de sus páginas pues era hijo de terratenientes), “no es una reivindicación de nada ni de nadie. Solo pretende ser una exposición de lo que fue. Una reducida y tranquila visión documentada de la realidad de la que venimos la generación que mejor ha vivido hasta ahora en este país”. El periodista ha evitado deliberadamente acudir a los bancos oficiales de imágenes de la época para no distorsionar la realidad de aquellos años de supervivencia en los campos españoles. Como es natural, él tiene su foto favorita: la de su abuela Guillermina sacando agua del pozo de su cortijo en Cabo de Gata (Almería), una mujer adelantada a su tiempo que un día osó ponerse pantalones y dar respuesta así a su particular ‘cuando’.