perfil

Mi amiga Esther

Era muy educada, pero podía ser implacable cuando alguien o algo no la gustaba

MADRID Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Conocí a Esther Tusquets en 1993. Entonces dirigía y era dueña de la editorial Lumen. Yo acababa de terminar mi novela ‘El lenguaje de las fuentes’ y decidí enviársela. Conocía sus novelas y conocía su editorial, pero no la conocía a ella. Varios meses después, cuando pensaba que ya no me contestaría, recibí una llamada suya. Se disculpó por haber tardado tanto tiempo en llamarme. El manuscrito había esperado varios meses sobre su mesa y no lo había leído hasta ese momento. Y sin más rodeos me dijo que lo quería publicar. Esther no era amiga de hablar por teléfono. Decía lo justo y enseguida se despedía de ti. De modo que me quedé con el auricular en la mano sin dar crédito a lo que me acababa de suceder. Yo amaba su editorial, y amaba sobre todo aquella colección ‘Palabra en el tiempo’, en que había leído, entre otros, a Franz Kafka, Virginia Wolf, Hermann Broch, Samuel Becket, y James Joyce, algunos de los autores esenciales de la literatura del siglo pasado. Y me parecía imposible que mi libro pudiera figurar en el mismo catálogo que los suyos.

Desde ese momento fuimos buenos amigos. Recuerdo sus cartas. Eran precisas y estaban maravillosamente escritas. Iba al grano, pero el grano no era para Esther lo mismo que para el resto de los mortales. Como pasa en los cuentos, guardaba siempre la promesa de otra cosa: un anillo de oro, una aguja mágica, una palabra dulce. Siempre había en ella una mirada especial, única, la mirada de alguien que no se concede importancia a sí misma y que, a la vez, dice lo que le parece. Es difícil definir a Esther. No era petulante, ni egocéntrica, pero nunca sabías por dónde podía salir y por eso muchos la temían. Se movía por filias y fobias, su ley era la ley de la afinidad. Cuando algo la gustaba iba a por ello sin complejos, como hacen los perros y los niños. Como Wendy y Alicia, dos de sus personajes preferidos, se iba detrás de lo que la gustaba sin plantearse adónde le podía llevar. Por eso la gustaban tanto los libros infantiles, de los que fue una gran coleccionista y una magnífica editora. Todos ellos hablan del deseo. El niño quiere vivir rodeado de las cosas que ama y Esther vivía rodeada de perros, libros, y preciosas figuras modernistas. Le gustaba viajar, escribir, el cine de Bergman y el ballet. Y sentía por el juego una pasión infantil e inagotable. Amaba a sus hijos Néstor y Milena, a sus nietos, a su hermano Óscar y a sus numerosos amigos. Y podía ser la más generosa y divertida de las compañías. Con ella cualquier cosa podía suceder. Walter Benjamin habló de la sabiduría de la mala educación, señalando que la verdadera razón de la mala educación es el fastidio del niño por no poder vivir una vida marcada por lo excepcional. Esther era muy educada, pero podía ser implacable cuando alguien o algo no la gustaba. En su libro de memorias nos cuenta que el problema de su vida fue no sentirse suficientemente amada por su madre. Ella pensaba que el niño que se siente querido está más preparado para enfrentarse a los problemas del crecimiento y la vida. “Yo no me sentí querida y me he pasado toda la vida mendigando amor. Una pesadez” Por eso la gustaban los animales, sobre todo los perros, porque le daban ese amor sin medida que necesitaba. Siempre hubo alguno a su lado, y en una entrevista reciente declaró que una de las cosas que más la aterraba de la muerte era preguntarse qué pasaría con sus perras.

Era una gran escritora. Su prosa precisa, sus párrafos interminables, envolventes, tenían un efecto hipnótico sobre el lector que no podía dejar de leerlos incapaz de saber hacia dónde le llevaban. Ana María Moix, su gran amiga, escribió que en su obra la memoria era siempre una forma de conocimiento.

Mi hija vivió un tiempo con ella. Fue a Barcelona a hacer su doctorado y Esther la cobijó unos meses en su casa. Se hicieron grandes amigas. Esther hablaba con ella y con sus compañeras, y se interesaba por sus cosas y sus desvelos juveniles, como si la diferencia de edad no fuera un obstáculo entre ellas. Nada la gustaba más a Esther que ese mundo de las confidencias femeninas, pues lo que más aborrecía era el aburrimiento. Hace solo un par de meses, estuvimos a punto de hacer un viaje juntos. Nos invitó el instituto Cervantes de Rabat a participar en una mesa redonda sobre literatura, y ella quería aprovechar la ocasión para visitar Marrakech y ver a su amigo Juan Goytisolo. Pero en el último momento me llamó para decirme que no se encontraba muy bien y que temía no ser una buena compañera de viaje. Ese viaje, ay, como tantas otras cosas imaginadas, ya nunca existirá. Y bien que lo siento.