El primer ministro británico David Cameron tiene la palabra durante una sesión del parlamento en Londres./ Efe
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De Gaulle, Kissinger... y Cameron

Cada vez son más las voces que piden en Reino Unido un referéndum sobre la presencia británica en la Unión Europea

MADRID Actualizado: Guardar
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¿Está listo el gobierno conservador británico para abandonar la Unión Europea? Mientras voces ya abundantes y bastantes muy cualificadas (algún ministro y muchos diputados tories) lo parecen y piden un referéndum sobre la presencia británica en la Unión, el primer ministro, David Cameron, gana tiempo, se reserva abiertas todas las opciones … y explica en 'The Times', como es casi ritual hacer cuando los temas tienen una resonancia nacional, popular y de clase política a la vez.

El acreditado diario conservador publicó ayer un artículo del premier en el que este, sin arriesgar mucho y tras abrir el texto con un tono expositivo, escribe esto: si los diecisiete optan por ir adelante con un tratado separado, entonces esto ya no es un tratado que el Reino Unido podría firmar o reformar (hemos traducido “Reino Unido” aunque el autor escribe “Britain”, no otra cosa, toma la forma popular, coloquial y no utilizada a efectos oficiales).

¿Es compatible este principio con la confesada intención de Sarkozy de refundar los tratados y, más aún, con la decisión de crear, según uno de los cinco puntos ajustados con Angela Merkel, de crear un nuevo cuadro jurídico común? Las respuestas serían en todo caso provisionales y condicionadas a la negociación final, pero parece claro que la atmósfera en Britain, donde los pro-europeos son minoritarios, está impregnada de un particularismo exacerbado poco compatible con el proyecto común europeo.

Un poco de historia

Si se acepta el aserto de Benedetto Croce según el cual “toda historia es historia contemporánea”, lo sucedido con la creación de la nueva Europa tiene ya los años suficientes como para ser, al tiempo, actualidad e historia. Los padres fundadores del invento han muerto todos, primero sus soñadores teóricos, los Schuman, de Gasperi o Monnet y después los dos líderes, de Gaulle y Adenauer, que la forjaron a través de lo que todavía hoy, guste más o menos, es su nervio político, la reconciliación franco-alemana.

Hoy, con la reticencia británica convertida en un juego de nacionalismo puntilloso, populista y antieuropeo (en el sentido clásico y décimonónico de llamar a Euopa el continente) se mide bien la permanencia en el Reino Unido de una desconfianza profunda primero ante todo lo que pueda urdir Alemania y, segundo, un desdén también tradicional por la conducta francesa. La II Guerra Mundial terminó de redondear esa visión, generalista y fácil que, a fin de cuentas, remite a un sentimiento popular de insularidad y de diferenciación.

Solo faltaba que se advirtiera una fuerte relación París-Berlín, un diseño Sarkozy-Merkel para terminar de redondear la reticencia británica pues la reordenación continental que se intuye detrás, con razón o sin ella, resucita y exacerba los viejos recelos y parece confirmar indirectamente en el registro popular la exactitud del diagnóstico de Henry Kissinger (en su manual “Diplomacia”, utilísimo aún a día de hoy) según el cual la política exterior y de seguridad británica trabaja siempre desde la premisa de impedir la creación en el continente de toda alianza militar o política de naturaleza potencialmente hegemónica. Eso, que alcanzó su paroxismo tras la derrota de Napoleón, no ha cambiado apenas. Tiene apoyo social y, sencillamente, funciona de nuevo.

El eje París-Berlín

El general de Gaulle, aunque exiliado y acogido en Londres (sin gran entusiasmo oficial) durante la guerra, comprendió en seguida que la alianza USA-Gran Bretaña, llevada a la intocable condición de special relations por Roosevelt y Churchill para derrotar a Hitler y su proyecto hegemónico en Europa, duraría, sería determinante en el futuro y condicionaría o torpedearía de hecho su proyecto de reconciliación y reordenación del continente.

Así, cuando se dibujó lo que sería mucho después la Unión Europea, hizo lo necesario para marginar a los británicos, percibidos en el París gaullista como un submarino de los Estados Unidos. Esto funcionó durante años, pero la ampliación del proyecto– además de la desaparición política y después biológica del general – y la conversión lenta en un sistema principalmente económico y comercial permitió cambiar las cosas y gobiernos distintos en París y Berlín terminaron por cancelar el veto francés de 1961 y en 1973 se dio a los británicos lo que aún dura: la adhesión al proyecto europeo con un estatus especial, tales reservas y objeciones jurídicas en cuestiones clave, empezando por el rechazo frontal al euro, que los británicos no son vistos como socios genuinos y entusiastas.

El pretendido “eje” París-Berlín funcionó mucho y a fondo en los años sesenta y setenta y se desdibujó bastante después por la fuerza de las cosas, empezando por el relevo generacional de la clase dirigente, la atención razonable prestada a la URSS y su imprevisible futuro y la emergencia del tercer mundo tras la epidemia descolonizadora. Fueron los años en que el primer ministro McMillan (primer ministro 1957-63) fracasaría en su intento de ingresar en la CEE con sus condiciones.

Un eco lejano

Todo esto es historia, pero como descubrió Laín Entralgo “el pasado nunca está muerto del todo” y el conflicto, pues tal es, un conflicto entre Londres y el núcleo duro del continente europeo trae ecos lejanos de lo sucedido entonces y permite creer que, coherentes con una tradición histórica, popular, diplomática y política, está creciendo el sentimiento anti-europeista. La vaga promesa de un referéndum (sin fecha) sobre la adhesión hecha en su día por Tony Blair era más de lo mismo. El sabía que nunca tendría lugar y ahora quien lo propone es la corriente más nacionalista, fácilmente identificable en un campo de fútbol o en el estilo del alcalde de Londres, Boris Johnson, castizo hasta decir basta, pero también en el acendrado particularismo british de la clase media y en el propio parlamento: 71 diputados piden la consulta y lo mismo hizo el martes un ministro, el encargado de Irlanda del Norte, Owen Paterson.

De modo que Cameron no está solo y en el continente podemos despedirnos de toda cooperación británica sincera con una Europa potenialmente política que podría ser, reducida al núcleo duro de los fundadores y los 17 de euro, la auténtica Europa de vocación federalizante, más unificadora y unitarista. Todo eso, historia pura, es lo que late tras las cifras, los papeles, la burocracia, la economía, los eurobonos etc…