Opinion

¿Es usted facha?

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL DE LA UNIVERSIDAD DE CÁDIZ Actualizado: Guardar
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Lo que más teme hoy un político de derechas en España es que lo llamen facha, un nefando remoquete que como una mácula infecta puede incluso acabar en muerte civil del así motejado. Tal vez la raíz de esta aprensión política que permanece oculta en el subsuelo social español es la idea de que la izquierda va necesariamente asociada a la democracia y a la libertad, y la derecha a la dictadura y la represión. Así, siguiendo esta percepción de nuestro subconsciente colectivo, parece que mientras las personas de izquierda tienden a exhibir sin pudor sus opiniones, las de derechas -o de centro- suelen mostrar sus posturas con un cuidado especial para evitar salirse del marco trazado sobre lo políticamente correcto, que delimita la frontera con el abismo de la radicalidad antisistema: la derecha extrema o la caverna.

Este escenario, además de construirse sobre presupuestos históricamente inciertos, es un espacio tosco y peligroso donde no puede desarrollarse plenamente un sistema político a la altura del prestigio teórico del español. En cualquier país de nuestro entorno, los partidos de derecha piensan, opinan y actúan sin que continuamente se cuestione su legitimidad democrática. ¿Por qué España es diferente? B.O.E. en mano, durante el periodo de gobierno de nuestro país por la derecha democrática no se produjeron actuaciones del ejecutivo, mucho menos del legislativo, que justifiquen este comportamiento inquisitivo. Se puede estar de acuerdo o no con las medidas gubernamentales de Aznar o con la legislación de los parlamentos donde tiene mayoría el PP, pero no atribuirles valores antisistema o antidemocráticos, salvo que lo que realmente se pretenda es que los partidos que no conforman la izquierda sean de por sí antisistema, los otros, los que no saben ni deben gobernar, porque quien no comparte la razón izquierdista sólo puede ser una persona de interés egoísta y de poca o ninguna conciencia moral. A esta altura de nuestra historia muchos siguen oponiendo reservas al principio jurídico-político elemental e inaplazable de que todos los partidos que asumen y respetan las reglas de juego plasmadas en la Constitución son democráticos y tienen perfecto derecho a gobernar según sus propias ideas si son elegidos por los ciudadanos. Es cierto que España no tiene un partido político que encauce seriamente la voluntad política del sector antisistema de extrema derecha que sin duda existe. Pero esta circunstancia, lejos de ser un defecto del PP, debe considerarse un difícil mérito, siempre que los extremos no logren imponerse en el interior del partido. Una derecha autónoma y radical con representación política independiente sólo alentaría un fenómeno semejante a la izquierda del PSOE, con la consiguiente polarización de nuestra vida política. La última vez que nos pasó esto, sabemos cómo acabamos.

¿Hemos aprendido? ¿Madura nuestra convivencia política y civil? ¿No parecemos abocados cada vez más abiertamente hacia una mayor radicalidad? La alarma se oyó claramente cuando, en el contexto de protestas por la guerra de Irak, miles de manifestantes se dirigieron a las sedes del PP para increpar a sus militantes. En ese momento, todos los partidos, al menos todos los democráticos, tenían que haber condenado con una sola voz la violencia implícita en este comportamiento, pero no hubo ni reflexión honesta ni reprobación, apenas algún tibio y desganado comentario. A partir de ahí, han sido muchas las ocasiones en que he presenciado o sabido de discusiones enconadas por cuestiones políticas aun entre amigos y familiares. Yo mismo he dejado en ciertos ámbitos de hablar de política, por mantener amistades muy queridas o, simplemente, por no romper la paz familiar. En la transición discutíamos hasta agotarnos gentes del más diverso pelaje ideológico, desde la extrema derecha a los comunistas pro-chinos. Sin embargo, pensemos cuántas conversaciones se zanjan hoy reduciendo el argumento que se cuestiona a la razón definitiva del: «Es que eres un facha». Si el programa oficial se cuestiona (por ejemplo, los 400 euros, las bondades del Ministerio de Igualdad o de la alianza de civilizaciones) más allá de la buena crítica, superficial y contestable con el lugar común de la retórica prefabricada al efecto, entonces siempre queda el recurso de enrocarse en la pose vehemente de denuncia del fascista. Porque, naturalmente, quien acusa al que no piensa igual de fascista adquiere automáticamente la condición de progresista, y todo el mundo sabe que esta cualidad va más allá de una simple adhesión partidista y participa de la naturaleza de las categorías morales, de las moralmente superiores. Y fin de la discusión.

Esta anulación voluntaria del propio discurrir se reproduce en muchas otras ocasiones en las que el ciudadano ha de valorar un mensaje cualquiera, sea un libro, una película o un artículo de prensa, desdeñados de antemano según la posición presuntamente conservadora del autor. ¿Qué se puede esperar, si es un facha? Y es que, con demasiada frecuencia, creemos a quien nos dice algo, no a la cosa dicha. Vayamos al fondo, que no es la debilidad del discurso que no sabe sostenerse, sino la peligrosa lógica y burda estética que se impone socialmente cuando se renuncia al gusto por la discrepancia y la confrontación de ideas desde la buena fe. Es urgente que paremos esta peligrosa deriva; ciertos caminos son difíciles de desandar y quién garantiza que lo que hoy son sólo palabras no desemboquen en otra cosa. En su excelente libro sobre la guerra civil, Antony Beevor, refiriéndose a la espiral de odio político que preludió aquella contienda, afirma: «Algunos sostienen que las palabras no matan. Pero cuanto más mira uno al ciclo de odio y recelo mutuos, encizañado por declaraciones irresponsables, más le cuesta creerlo». Conviene no olvidarlo. Las palabras en sí mismas no matan, pero pueden legitimar la violencia.

La transición de un régimen represor de la libertad individual a la democracia no estará completa en España hasta que una parte importante de la población acepte la legitimidad política de la derecha democrática. Y en tanto nos llega esa maduración, sugiero que las personas denostadas como fachas capeen el temporal con deportividad y gallardía, quizás incluso con la osadía del reconocimiento hipotético si éste puede llevar a la reflexión honesta sobre el derecho a serlo. Reconforta recordar que ni Unamuno se libró de que lo llamaran fascista.