hoja roja

La tradición de la ruta

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La paradoja más atractiva de la ciudad está tan arraigada en el imaginario colectivo que muchas veces es difícil –incluso para nosotros– tener una perspectiva adecuada para comprender el por qué mezclamos con tanto acierto el peso de la historia y el de la novelería. Somos tan conservadores para unas cosas y tan radicalmente innovadores para otras, que resulta complicado encontrarnos ese punto medio, en el que dicen, está la virtud.

Así nos luce el pelo, que mientras sacábamos la bandera de los «tres mil años nos contemplan», la Junta de Andalucía nos cerraba –y luego nos dejaba entreabierta, pero poco– la puerta del futuro al excluirnos del programa de ciudades milenarias conectadas por AVE que prepara la Consejería de Turismo. Y mientras lamentábamos la muerte del histórico drago –milenario también, he llegado a leer por ahí– y nos vendían la moto del informe pericial, la del transplante y la de la resurrección, volvíamos a ser noticia por otro vídeo con sexo explícito entre menores. Un ayer que palidece y un mañana sin brillo. Es lo que tenemos y hay poco más, la verdad. Somos la ciudad más antigua de Occidente y ni se nos nota. Se nos llena la boca defendiendo nuestro patrimonio y cada domingo dejamos las plazas y las estatuas hechas una porquería por aquello de que, a pesar de la crisis, tenemos derecho a seguir comiendo –literalmente– en la calle. Basta con dar una vuelta por el parque Celestino Mutis o por Santa Bárbara para saber de qué les estoy hablando. O por San Juan de Dios, que en pocos meses ha vuelto a convertirse en el escenario de ese eterno casting de Viridiana, ahora con nuevas tecnologías incluidas.

En fin. De cómo somos, de cómo hemos sido, de cómo seremos y de todas nuestras contradicciones, nos contó mucho Fernando Quiñones. Por eso no faltaba cada día a sus citas con el destino en la Caleta, en el mercado –cada vez menos mercado y más otra cosa, por cierto– o en La Viña, y por eso se encargó de retratar a la perfección a esta vieja dama agonizante, que ahora ni siquiera es capaz de reconocerse en los espejos de la memorias. Dicen que la distancia es el olvido, y tal vez por eso, en el momento justo en que empezaban a desdibujarse la vida y la obra de Quiñones, un grupo de entusiastas escritores, artistas, cantantes y gaditanos, sin subvenciones, sin asesores, sin ayudas estatales y casi sin medios, decidieron acortar el camino hacia el olvido. La primera ruta Quiñones resultó ser una fuente de energía –renovable– para una ciudad que comenzaba a palidecer, y eso que sus organizadores no las tenían todas consigo cuando convocaron aquella mañana en el bar Lucero. «No sabemos si tendrá condición de mini o de manifestación» decía entonces un incrédulo Téllez al presentar la cita. Una cita que, a escote y aboliendo «la gran tradición gaditana del croqueteo», lleva ya tres primaveras, lo que en términos gaditanos y con nuestros niveles habituales de novelería, constituye una auténtica e innegable tradición.

Tres primaveras recordando a Fernando Quiñones, viendo la ciudad a través de sus ojos, de sus palabras, de sus vivencias. Haciendo de la vueltecita gaditana una auténtica romería. La cita es hoy, a las diez y media en Santa María, pero no se de prisa, seguro que al volver alguna esquina los encuentra. Sígalos.