la última

Cumbres borrascosas

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Derrotistas congénitos de los que sólo tienen sed cuando cortan el agua, abundan en esta ciudad. No es de ahora. Son los que siempre ponen pegas a todo, los de la hipocondría social, los del escrúpulo histórico, los que piensan que si algo puede salir mal acabará obligatoriamente en catástrofe. Usted los conoce. Llevan dos semanas quejándose porque no tienen dónde aparcar, porque no pueden salir de sus casas –aunque vivan en Loreto–, porque hay mucha policía, porque no han visto a nadie conocido, porque son muy feas las Antorchas de la Libertad –ahí llevan razón– , rebautizadas ya como Queco y Queca, y porque nadie les pidió permiso para montar una cumbre en este valle de lágrimas. Son, ya lo sabe, los que piensan que el horizonte no va más allá de Cortadura y para los que el centro del mundo está en su propio ombligo o, como mucho, en el de su vecino. Malgastadores de harina y aprovechadores de afrecho, que diría mi abuela, han perdido para siempre el sentido de la trascendencia, y viven tan al día que solo se mueven entre las coordenadas del aquí, el ahora, y el esto es lo que hay. Es por eso por lo que andan refunfuñando y dibujando borrascas sobre la Cumbre. Nadie les dijo –ahí también llevan razón– que somos el convidado de piedra de esta reunión, los que ponemos la cama, para entendernos, como tampoco nadie les dijo que durante dos días seremos, de verdad, el ombligo de al menos medio mundo. Y que durante dos días, el otro medio mundo estará pendiente de lo que aquí se haga.

Tal vez tienen razón en una cosa, aunque eso no se atrevan a decirlo. Esta ciudad es demasiado pequeña y nosotros somos demasiado arrogantes y demasiado ignorantes como para admitir que si nuestro futuro viene para instalarse, tendremos que asumir una serie de servidumbres a la que no estamos acostumbrados. Horarios, calidad, civismo, servicio, oferta cultural, atención… Aprender a reconocer que somos sólo el escenario, que no somos los protagonistas y eso, en una ciudad que vive del ayer –del fuimos– y no del mañana, parece que duele mucho. Hay ocasiones en las que se gana la guerra perdiendo alguna batalla. Y si perdemos la batalla del «de cai, picha» tal vez ganemos la guerra de un futuro que está justo detrás de nuestro aislamiento.

Probablemente tardemos en cobrar la factura de la Cumbre, tanto que habremos olvidado esos inconvenientes que hoy se nos hacen tan cuesta arriba. Pero en algún lugar de ese camino –que sin darnos cuenta hemos iniciado– estarán señalados estos días. Porque es un privilegio para esta pequeña ciudad de provincias, encerrada en su propia miseria, poder acoger un encuentro de estas características. Véalo así.

Y una vez visto así, no deje que le cieguen los palmeros, que de eso también andamos sobrados. Los que aplauden cuando nuestra alcaldesa hace las cuentas –nada cuesta nada–, los que llevan el banderín de los tres mil años de antigüedad, los celebrantes en la ceremonia de la confusión, los que trajeron el sol hasta esta tierra, los que parece que se criaron con Argüelles, los que entienden la belleza de las Antorchas, los que leen el futuro en pantallas LEDs, los estadistas de casapuerta… En fin.