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La madurez de un joven escritor

La novela de Martín Sotelo cuenta una historia que, si hubiera transcurrido en Luisiana, habría dado lugar a un telefilm de culto

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Hay libros que te buscan. Emplean las tretas que sean necesarias para conseguir sus objetivos. Se organizan para atraer a quien arbitrariamente han seleccionado. ¿Fatalidad o casualidad? Es lo de menos. Lo destacable es el fenómeno. Sucedió recientemente. En la librería Hojablanca, allá por el lejano (¿?) mes de noviembre, me propusieron presentar una novela de un toledano, joven promesa de la Literatura. La novela, titulada «La vida muerta», había sido seleccionada por la FNAC como la mejor del año 2014, en el apartado «Nuevo Talento». Había declinado la presentación del autor, Martín Sotelo, y de su novela «La vida muerta». Y me olvidé del asunto.

El día 25 de febrero del año 2015, a eso de las 11 de la mañana, enfrente de la entrada de la Biblioteca Regional, encontré a María José Muñoz, periodista de ABC en su edición de Toledo, que además es responsable de unas extraordinarias hojas de «Artes y Letras», que se adjuntan al diario local.

A su lado, un joven que parecía maltratado por el frío. Una serie de casualidades me habían llevado ese día a la Biblioteca Regional. Nos saludamos, charlamos, me presentó a Martín Sotelo. Y dijo: «Además, escribe». En ese momento recordé que era el autor de la novela que no había presentado en la Librería Hojablanca. Les conté el suceso y con un movimiento reflejo me entregó la novela «La vida muerta». El libro había conseguido su objetivo. ¿Por qué yo y no otro cualquiera? Los libros también escriben su particular Historia.

La novela de Martín Sotelo (nacido en Toledo en 1982) cuenta una historia que, si hubiera transcurrido en Luisiana, habría dado lugar a un telefilm de culto. Escrita con un sentido literario que asombra en alguien tan joven y en los tiempos que corren de libros sin elaboraciones estilísticas o sintácticas, con lenguajes de andar por casa y con ninguna voluntad de estilo. Es decir, planas. No es el caso de «La vida muerta». En ella las frases elaboradas y alucinógenas trasmiten estados de ánimo, crean desasosiego, trasmiten la sensación de estar ante una novela más madura que lo que la edad del autor revela. Pura Literatura. «La vida muerta» cuenta una historia audaz. En la que casualmente, o no tan casualmente, el protagonista reproduce los comportamientos de un médico, vinculado, por cierto, con Toledo, que en el pasado fue juzgado por cometer delitos de malas prácticas profesionales. Al fin y al cabo, «nada más espectral, más inquietante, que la pura realidad», en expresión del autor. Por la novela se mueven personajes en las fronteras de la ensoñación, que es el terreno apropiado de la ficción. Sus escenas, articuladas pedagógicamente, estructuran una trama densa y aligeran la lectura. El artificio permite que el ritmo neblinoso de sus páginas nos contagie su angustia sin que llegue a resultar insoportable. Contribuye a reforzar la impresión de fantasmagoría que impregna la narración.

No es fácil dedicarse a la novela en Toledo y ser reconocido. Tal vez por eso abundan los poetas, actividad que lleva aparejada, como elemento romántico, ser ignorado. O pintores y escultores, que también pueden integrar el ejército de malditos e incomprendidos como lo fue El Greco hasta hace poco. En cambio, narradores hay pocos. Ello tal vez se debe al raquítico hábito de lectura. Nada más decir que uno de los escasos novelistas de Toledo, Félix Urabayen, ha tenido que esperar setenta años para que sus novelas vuelvan a ser reeditadas. De ahí las dificultades que encontrará el escritor para ser aceptado y promocionado como tal por su obra.

A pesar de lo cual estamos ante la presencia de un autor que incrementará su dominio de las técnicas de la narrativa, si partimos de la calidad de la novela citada. Tampoco deberá renunciar a seguir cultivando un ritmo de prosa contagioso y la estilización de las frases que en «La vida muerta» ya son una realidad. Habrá quien le anime a achatar sus facultades de narrador poderoso, pero no debería hacer caso. Llegará un día en que este estado de zafiedad literaria cambie. Martín Sotelo puede contribuir a ello con su control del idioma, con su capacidad para inventar historias desconcertantes.

Aunque, para que todo no parezcan alabanzas, si recurrimos a alguno de los consejos de Hemingway, quedaría el aviso de cuidar, trabajar, pulir, suprimir los adjetivos. Los adjetivos pueden destruir una narración. Como ejemplo cito un párrafo de las primeras páginas: «Perniabierto en la popa, sudoroso, miraba la enconada espalda de la mujer de negro, preguntándose adónde iría tan sola, sin sol, abrigada, digna, emputecida, qué o quién la esperaba al otro lado». Y otro del final: «Con asco, enfermo, amarillo de bilis, el doctor Dangel fue sacando al niño entre sangre y mierda, lo fue trayendo al mundo con una sola mano temblorosa, fría aún de lluvia y bruma, sin querer hacerlo, por un viejo compromiso con la muerte».

En cuanto a la novela en su conjunto, solo felicitarnos. Estamos ante quien será, si persiste, un gran novelista. Con estilo propio, una imaginación impactante y el empleo de un lenguaje adictivo. Bienvenido sea un novelista, que además es de Toledo. Donde no abundan los narradores.

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