Esclavos entre las plantaciones de aceite de palma en Indonesia

Por tres o cuatro euros al día, los jornaleros trabajan de sol a sol recogiendo los racimos de dátiles

Cargado hasta los topes, un camión transporta los racimos de dátiles dentro de una plantación de aceite de palma Pablo M. Díez
Pablo M. Díez

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De los 200 kilómetros entre Pangkalan Bun y la aldea de Lopus, en el corazón de Borneo, 125 están ocupados por palmeras a ambos lados de la carretera. Con estas gigantescas plantaciones y las de Sumatra, Indonesia lidera la producción global de aceite de palma . A pesar de aumentar el riesgo de colesterol y enfermedades cardiovasculares, este aceite se halla en la mitad de los alimentos procesados por su bajo precio, que se debe a la alta productividad de sus plantaciones (4.000 kilos por hectárea frente a los 420 del girasol y los 360 de la soja) y a su irrisoria mano de obra.

Por entre 50.000 y 70.000 rupias al día (entre 3 y 4 euros), los jornaleros se pasan de sol a sol recogiendo los racimos de dátiles, que pesan entre 10 y 30 kilos. «Con nuestro grupo de 12 personas, tenemos el objetivo de llegar a 1,5 toneladas al día para ganar cada uno 109.000 rupias (6 euros), pero siempre nos quedamos a la mitad», asegura Wahono, de 30 años, en la plantación de Bumilanggeng Perdanatrada, junto al parque natural de Tanjung Puting. Ya sea por el calor asfixiante o la lluvia torrencial, anda siempre empapado cuando corta las ramas con una cuchilla alargada o arranca con una guadaña los racimos, que caen a plomo mientras su esposa, Netty, recoge los frutos desperdigados por la tierra . Al igual que su marido, trabaja por objetivos. El suyo es llenar cada día 42 cubetas de cinco kilos para ganar 109.000 rupias (6 euros), pero nunca llega a cumplirlo y solo recibe 40.000 rupias (2,2 euros). Por tan dura faena, la pareja solo se saca al mes unos 150 euros, con los que tienen que alimentar a sus dos hijos y pagarles la escuela. Para compensar al personal, que procede en su mayoría de la isla de Java, las empresas aceiteras les proporcionan el alojamiento en barracones y 15 kilos de arroz por trabajador, pero todos se quejan de que no es suficiente.

«Antes ganaba el doble instalando postes eléctricos en Java, pero la empresa cerró y allí no hay trabajo», se lamenta Heri, otro jornalero de 28 años, en la carretera a Lopus. Atravesando plantación tras plantación, esta ruta de la palma revela el frenesí de la industria. A toda velocidad, camiones con capacidad para 7.000 kilos circulan cargados con los rojizos racimos de dátiles, que sobresalen de los remolques. «Cada día tenemos que hacer siete viajes para ganar unas 200.000 rupias (11 euros)», explica uno de sus conductores, Yanto, mientras otros tres jóvenes cargan a toda prisa los racimos que los recolectores han dejado a los bordes de un embarrado camino. Debido a la presión por cumplir objetivos, son frecuentes los accidentes de tráfico, como los dos que vio ABC el día que recorrió esta carretera.

Heri trabajaba en una empresa eléctrica de Java, pero cerró y tiene que ganarse la vida en las plantaciones de aceite de palma P. M. Díez

Donde no hay palmeras hay parcelas quemadas con árboles talados. Para cultivarlas ellos mismos o vendérselas y alquilárselas a las compañías aceiteras, los campesinos destruyen las junglas tropicales de Borneo y Sumatra, donde viven orangutanes, tigres, elefantes pigmeos y rinocerontes. Plantando palmeras de un metro, que cuestan entre 26.000 y 40.000 rupias (entre 1,5 y 2,3 euros), agricultores como Nur se aseguran en pocos años unos ingresos fijos. «Transmigrado» hace dos décadas por el Gobierno para reducir la superpoblación de Sumatra , recibió gratis dos hectáreas que alquila a una aceitera y, con lo que había ahorrado, compró en 2007 otras cinco hectáreas por diez millones de rupias (572 euros). Con entre 140 y 160 palmeras por hectárea, eso es precisamente lo que gana cada mes vendiendo diez toneladas de dátiles. «Nos da lo suficiente para vivir», dice junto a uno de sus cuatro hijos mientras cambia la rueda pinchada de su furgoneta, cargada hasta los topes de racimos. «Hacemos campañas de concienciación y fomentamos cultivos alternativos como el caucho, pero el problema es que priman las necesidades económicas sobre el medioambiente», analiza Ferry Kurniawan, de la ONG Yayorin.

Generaciones futuras

En Lopus, donde la electricidad llegó en 1995 y el teléfono en 2011, 30 de sus 669 habitantes trabajan en las plantaciones de palma. Se sabe por sus casas, que son de ladrillo y no de madera como el resto. En la escuela, los niños sueñan con trabajar en las plantaciones y las niñas con casarse a los 20 años. Pero en esta aldea, que pertenece a la tribu Dayak y profesa el cristianismo , no todos están contentos con el aceite de palma y hasta ha habido enfrentamientos con sus compañías. «Nos ofrecieron 125 millones de rupias (7.145 euros) por 125 hectáreas para expandir las palmeras, pero nos negamos», recuerda Iwan, quien ya vio bastante destrucción de la jungla en los siete años que trabajó en una plantación. Con el aplomo que le da cazar con cerbatana y bucear hasta cinco minutos para pescar, argumenta que «aquí no tenemos coches ni internet ni riquezas. Si perdemos el bosque, ¿qué le dejaremos a las generaciones futuras?».

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