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José María Arenzana: «Kofi Annan fue toda su vida un canalla, un Calígula moderno»

Se cumplen 26 años del comienzo del genocidio de Ruanda y un periodista sevillano, con años de profesión y colaboración en ABC, estuvo allí; acaba de escribir lo que vio

El periodista José María Arenzana ha publicado un libro sobre el genocidio de Ruanda ABC

Félix Machuca

José María Arenzana , periodista, guionista de radio y televisión, escritor y tertuliano, ha titulado su libro «Ruanda, cien días de fuego» (editorial Última línea). La crisis epidémica retrasa su presentación un mes.

Cuenta que se trajo de Ruanda «un pequeño esqueje de una planta muy fea pero que olía a rosas» envuelto en un calcetín húmedo y en un vaso de plástico. Lo cortó del jardín de un Carmelo abandonado. El taxista, con muy malos modos, le advirtió de que podía derramarse el líquido que contenía y ensuciarle la tapicería. Y le montó un pollo. La planta no sobrevivió y nunca supo cómo se llamaba. Al llegar a casa se duchó tres veces seguidas.

Ha pasado el tiempo, pero imagino que hay ciertas imágenes que no se le habrán olvidado.

Francamente, es imposible. Y además, no me lo perdonaría.

¿Son esos recuerdos recurrentes los que le obligan a escribir un libro para poder desprenderse de ellos?

Esta vez es un encargo para una colección editorial sobre genocidios, pero le diría que es una forma más de terapia sostenida, sí. A partir de un momento sentí necesidad recurrente de ordenar mi «almario» de esos años.

Muchas veces se habló de la pasividad occidental ante aquel conflicto. ¿Comparte esa opinión?

Fue una parálisis absoluta. Acababa de producirse el desastre del «Black hawk: derribado» en Somalia y permanecían los conflictos en Yugoslavia, Liberia o Sierra Leona. Nadie quiso mover un dedo y camuflaron su inacción todo lo que pudieron.

Tampoco es menos cierto que la pasividad de los líderes africanos fue también notable.

Algunos países prestaron tropas para los cascos azules, otros jugaron sus intereses y otros más desoyeron la tragedia. Fue la tormenta perfecta.

En aquellos años Mandela estaba recién ascendido al poder y con un aura internacional espectacular. ¿Pudo hacer más?

Sin duda. Era la potencia militar en la zona y tenía los recursos, pero también se abstuvo. Nadie jugó esa baza. Pero no comprendo por qué en Occidente nos atribuimos la obligación moral de salvar al mundo en cada hecatombe y nadie se pregunta qué hacen otros países como China, Rusia o la India. ¿Somos una civilización superior? Ellos nunca están ni se les atribuye acción o inacción alguna. Y créame, los chinos también jugaron a lo suyo.

En su libro hay un par de personajes a los que usted no perdona. Uno es Kofi Annan, el que luego sería secretario general de la ONU.

Murió entre loores globalistas en agosto de 2018. Actuó toda su vida como un canalla, un Calígula moderno, no sólo en Ruanda. Todo lo que tocó lo empeoró o fue un espanto. Si me lo encuentro en el infierno un día se las tendrá que ver conmigo, pero también con las víctimas.

¿Tan bien lo hizo en Ruanda como para que se ganase ese ascenso?

Desoyó, silenció, trabó y escondió los llamados urgentes desde el terreno. Traicionó a su jefe, el entonces secretario general, el egipcio Boutros-Ghali, aprovechando que viajaba en un avión. Se trabajó el ascenso.

El oficial Romeo Dallaire, militar canadiense al mando de los Cascos Azules, tampoco tuvo muy buena opinión de Kofi Annan...

Uf. En sus memorias, Dallaire, general de «cinco estrellas», explica que aún sufre tendencias suicidas tras la experiencia. Años después, Annan asumió que «tal vez» pudo «hacer más», pero no se le agrió ni un sólo café matutino.

A Annan le olían las manos a petróleo contaminado...

Ruanda, Yugoslavia, Kosovo, Irak, Siria... Estuvo en todos los fregados y sólo fue sometido a un juicio «político», por el latrocinio del Programa «Petróleo por alimentos». Lo negó y luego pidió disculpas. Siguieron los agasajos hasta el final de sus días.

Tampoco se trajo usted de Ruanda una buena impresión de cierta forma de ejercer la ayuda humanitaria internacional. ¿Por qué?

El concepto entró en crisis total. Por primera vez las ONG abandonaban el terreno al comprobar que en los campos de refugiados continuaba el exterminio. Si ayudas a los que van perdiendo, contribuyes a prolongar la guerra. Fue involuntario, pero era una forma más de hacer política.

¿En qué estanco compraba usted el papel para escribir sus crónicas?

(Risas) Sólo me quedaba un folio, churretoso después de un mes, ya escrito, así que trazaba cada crónica en los márgenes e interlineados, con flechas que atravesaban la cuartilla para indicar por dónde seguía el texto.

Y seguro que un fax para enviarlas no le pillaba muy a mano…

Sólo uno, de las tropas francesas, instalado en el suelo, a pie de pista, en un aeropuerto destartalado del Congo. Poco después ese aeropuerto quedó sepultado bajo miles de toneladas de lava de uno de los siete volcanes del entorno.

Un cubano que estuvo en Angola me confesó: por la mañana son amigos, por la noche te disparan sin venir a cuento. ¿Tuvo esa sensación?

La noche del 6 al 7 de abril alguien se dejó abiertas las puertas del infierno, durante cien días. Hermanos, primos, vecinos... se despeñaron en una masacre imposible de describir. Los hutus radicales descuartizaron artesanalmente en cien días a casi un millón.

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